lunes, 29 de diciembre de 2014

Las Palabras





Volvía a ser de noche. En la cabaña de mi padre reinaba el silencio. 
Si el viento hubiera soplado, este habría suspirado entre el baile silencioso de los arboles del bosque y la luna habría sonreído. Si  hubiera habido música, ésta habría llenado de melodías la humeante sala. Pero no había ninguna de esas cosas, y por eso reinaba el silencio. La anciana había hablado.

Habían pasado unas cinco horas después de la cena y todas nos encontrábamos alrededor de la chimenea. Hablábamos de las trivialidades que hablan las mujeres cuando ya están saciadas hasta el cansancio y cuando conversar de tantos temas sin relación unos con otros, son las cosas que ocupan el tiempo y el espacio.

   ––Lo mismo dijiste la semana pasada.
   ––Si!  Ya no importa si el trabajo ya no te gusta o sí te queda muy lejos de casa ––confirmó Marta––. Tu jefe sabe que ya alguien más te ha ofrecido una mejor propuesta de trabajo…
   ––No es el nuevo trabajo lo que me asusta ––la interrumpió Adriana––. ¡Es la inseguridad de saber si valdrá la pena!

 Aconsejábamos a mi amiga que optara por una nueva plaza de trabajo, después de todo el año estaba por terminar y esa era una buena excusa para intentar algo nuevo. Sin embargo no todas estaban de acuerdo. Jessica, la más desconfiada de todas, persuadía a Adriana de permanecer en su trabajo actual. Correr el riesgo era una opción que no valía la pena intentar. Lo irónico del caso es que aunque casi todas la desafiábamos a nuestra amigar a ir tras una nueva aventura, creo que ninguna de nosotras en realidad lo hubiera intentado.

 El reloj hacia de las suyas y avanzaba durante la negra noche con pasitos de peón. Hablamos de muchas cosas más, reíamos de nuestras travesuras en tiempos del colegio y de muchas cosas más. Mi abuela, sin embargo, sentada en sus silla mecedora observaba fijamente como las llamas de fuego se acariciaban unas a otras con la misma delicadeza con la que se acarician el rostro los que se aman y se entienden sin palabras, en silencio. Entonces habló.

   ––Son veintidós años los que han pasado desde que murió.
Un mezcla de silencio con su tierna voz envolvió la fría cabaña. Mientras todas permanecieron inmóviles, yo sabía que esa noche mis amigas escucharían una historia que nunca olvidarían. Lentamente me dirigí hacía ella y me senté en el tibio piso de madera, frente a ella. Sin decir nada, una a una se sentó alrededor de mi abuela.
   ––¿Lo extraña mucho? ––preguntó Jessica casi con timidez.
   ––Lo recuerdo siempre ––respondió mi abuela––. Pero no es lo que ustedes piensan, no estoy triste...
   ––¿Cómo era él? ––titubeó Marta.
Antes que mi abuela pudiera responder, les dije que él era maravilloso. Siempre estaba riendo y bromeando. No se tomaba la vida muy enserio y a sus ochenta y dos años seguía igual de romántico que siempre.
   ––Tu abuelo tenía esa escasa habilidad hoy en día, la de hablarle a una mujer al corazón mientras le susurra al oído.
   ––¿Qué cosas le decía? ––le preguntó Marta con curiosidad.
   ––Por ahora diré que de alguna forma usaba las palabras precisas que mi corazón de mujer anhelaba escuchar ––mi abuela sonrió––. Tenía ese tacto, sabes. 

De pronto la media noche se hizo amplia como la primavera, había un lugar para todas las cosas. Estábamos absorbidas por el relato de mi abuela. Nos mirábamos las unas a las otras y nuestros ojos se encendían de emoción al escucharla hablar. Lo hacía con la intensidad de quién habla  lo que esta viviendo en el momento, con la misma fuerza con la que lo había amado durante cuarenta y tres años.

   ––Lo hacía siempre. Fue así como me enamoró y lo que es más importante, fue así como vivimos enamorados cada día.
   ––No todos los hombres tienen ese talento ––dijo Adriana, acostumbrada a escuchar los mismos piropos de siempre––. Es como… ––Hizo con los hombros un gesto de conformismo––. No se les ocurre algo en realidad cautivante...
   ––Enamorar a una mujer es un ejercicio de creatividad. Quédate con el que te escriba las cosas que no sabías que siempre quisiste escuchar ––replicó mi abuela––.  Sentimientos reprimido tienen todos.
   ––¿Cómo crees que lograba hacer eso? ––le pregunte sabiendo la respuesta.
   ––Su vida estaba atravesada por los libros, por lo tanto mi corazón estaba atravesado por los versos de su boca. Me tenía en una prisión de la cual no quería salir, allí dentro de sus costillas donde nacen los latidos que te mantienen viva.


Jessica, la que por lo general también era la más espontánea para hablar, llena de curiosidad empezó a hacer preguntas más personales. Ninguna de esas preguntas pareció incomodar a mi abuela. Ella siempre hablaba con soltura.

   ––Yo sé que todas se lo preguntan, pero como nadie lo hace, lo haré yo ––dijo Jessica sonriendo con picardía––. ¿Cómo besaba?
Todas atónitas del atrevimiento de mi amiga se reían con pena ajena, diciendole que dejara de hacer preguntas tan personales.

   ––Todavía recuerdo cuales fueron sus palabras justo antes de que fuera yo quien lo besara a él por primera vez.
   ––¿Qué le dijo?
   ––Tenía esa costumbre de verme a los ojos, con la intensidad de un conquistador  –– "Traigo un beso en los labios, por si quieres saber a que sabe el infinito”…me dijo  esa noche y de pronto permaneció en un silencio incomodo, un silencio que sabía manejar muy bien. No me pude resistir, lo besé.

Nadie dijo nada. Ninguna de mis amigas mostró asombro alguno, solo permanecían en silencio al igual que yo. Seguramente imaginando ese momento. Sonriendo.

   ––¿Fue para él difícil hablarte por primera vez?
   ––Seguramente, sin embargo siempre se las ingeniaba para dejarme sin palabras. Aún en cuando no se atrevía a hablarme y me miraba pasar frente a el, aunque yo afuera no lo escuchaba, él siempre me nombraba dentro de él.
    ––¿Le costó enamorarla?  ––de pronto la pequeña sala de la cabaña se había convertido en maravillosa conversación. Llena de preguntas cargadas de una curiosidad adolescente, con respuestas que desbordaban los colores de amor.

    ––No fue fácil para él, no estaba segura si de verdad lo quería intentar. Él también tenía miedo, aun así siempre me decía: "Tengo muchas dudas, pero que de todas mis respuestas, elijo tu nombre”. ¿Qué le podes responder a alguien que te habla al corazón?

   ––Cerrás los ojos, te encoges de hombros y suspiras  ––respondí como si supiera la respuesta. Mi abuela sin decir nada más asintió.
   ––¿Y él que hizo al ver que usted no le respondía nada?  ––preguntó Marta  mientras miraba fijamente las llamas de la chimenea.
   ––Nada  ––respondió mi abuela ––. No dijo nada, solo hizo lo que los párpados cerrados de mis ojos pedían a gritos. Me abrazó fuerte. Con la fuerza con la que abraza un niño a quien ama ––mi abuela hizo una pausa mientras suspiraba ––.  Quizás la eternidad aquí en la tierra sean esos abrazos que duran apenas un instante pero que abrigan toda una vida. En aquel entonces la prioridad eran esos segundos de fantasía que le robábamos a la realidad.
   

Nuestros ojos brillosos la miraban fijamente mientras nos invadía esa nostalgia salada. En silencio la escuchábamos. Mi abuela sin voltear a ver a nadie más que al  rostro de mi abuelo en cada llama, continuó.

   ––Sus ojos tenían algo que sin saberlo siempre busqué sin encontrar. En su mirada era mi mejor versión. Aunque siempre estaba rodeada de gente, sólo en su mirada encontraba el camino de regreso a casa. En ese entonces estaba llena de todo lo que me causaba desvelo. Desde que me abrazó fuerte me di cuenta que había encontrado mi hogar.

Hablamos durante horas mientras reíamos y llorábamos al mismo tiempo al escuchar a mi abuelita. Ella había aprendido de mi abuelo esa habilidad para narrarte historias que te hacen sentir la protagonista de todos sus relatos. Dejamos de hacer preguntas y solo dejamos que ella desbordara sus recuerdos sobre nosotras. Justo cuando la luna se empezaba a esconder y el sol la empezaba a espiar, concluyó:


     ––Su pasión por los libros y la palabra escrita me contagió y desde el día que murió y en la ausencia de su voz audile, al recordarlo empecé a escribir. Me enseñó que las palabras son memorables y que tienen el poder de cambiar vidas. Quien diga que las palabras se las lleva el viento no ha tenido la dicha de escuchar como las palabras tocan el corazón sin tocarte. ¿Sí lo confundí con toda la felicidad del mundo, qué voy a hacer?   ––mi abuela hizo una pausa y sonrió dulcemente   ––. Me hago responsable de nosotros. Alguien tiene que recordarnos. Su nombre es el único infinito que me cabe en la boca y en las manos.

martes, 2 de diciembre de 2014

Los niños




photo credit: Kat Gloor via photopin cc



Siempre me han gustado los niños y me he dado cuenta que por lo general ellos tienen mucho más que enseñarnos que un adulto, porque son libres de prejuicios y en sus ojos y sonrisa está la promesa de un futuro que es tan presente como la lluvia de invierno.

De los niños aprendi que hay que reír con soltura y sin miedo. Que si vamos a abrazar a alguien, hay que hacerlo con fuerza y sin prisa, como el niño que se aferra a quien quiere y de quien se siente suyo. Si hay que correr de algún lado para otro que sea por que vamos detrás de un sueño o de un ideal, de una causa o de nuestra pasión más fuerte y no meramente detrás de una rutina que nos deja vac

ía de anhelos cumplidos. Ellos me  enseñaron que hay que creer en las promesas contra todo pronostico, porque un niño no sabe dudar cuando se siente amado. Que si vamos a besar hay que hacerlo de forma espontánea y solo porque si…porque buscarle una razón a algo del corazón por lo general estropea las cosas. Aprendí que hay que ser el primero en decir “Te quiero”, y hay que hacerlo sin miedo y sin ningún motivo en especial, solo por que si, por que se siente adentro. Porque no es suficiente que la otra persona lo sepa, es necesario recordárselo las veces que sea necesario. Que si hay que llorar, hay que hacerlo sin vergüenza, porque las lagrimas que no se liberan lo terminan por ahogar a uno tarde o temprano. Que tu compañía es un regalo demasiado valioso y solo debe ser compartido con quien te merezca… y que donde quiera que la vida nos lleve que nos sorprenda siendo niños. Sonriendo. 



El cielo y el castillo








Así eran todas las tardes, de celajes cargados de melodías. Se juntaban cada atardecer a soñar despiertas. Corrían de un lado para otro en el jardín del edificio. Las dos niñas eran amigas inseparables. Cada día era una aventura pues creían firmemente en sus sueños y disfrutaban del oficio que les toca a  los niños, el de ser feliz. Tenían un castillo imaginario el cual era su hogar. La más grande disfrutaba recorrer los largos pasillos de aquel monumental castillo, admiraba cada pintura de las paredes, las grandes cortinas y por supuesto las majestuosas lamparas. La otra niña caminaba por los jardines colgantes. Le fascinaba encontrarse con la naturaleza, porque era allí donde se encontraba consigo mismo. Reía porque eso es lo que hacen los niños felices.

Así eran las tardes en aquel castillo que se llenaba de los colores del arco iris con la presencia de aquellas princesas que lo visitaban a diario. La niña que estaba en la torre hablaba con las nubes, les preguntaba a donde se iba la luna cuando el sol salía. Y si acaso alguna vez ambos se habían visto a los ojos dejando la distancia de un lado, porque después de todo habitaban el mismo cielo.

La otra princesa que caminaba entre los jardines era elogiada por las flores y las rosas, pues ni aun ellas con todo su esplendor podían desbordar tanta belleza como los ojos y la sonrisa de la princesita, la menor. 

domingo, 31 de agosto de 2014

Una Niña de San Marcos

 Las despedidas apestan a nostalgia y Loida lo sabe. Para su padre es tan solo otra hija que se va, que cumple con lo que le toca vivir. Loida, de seis hijas, la menor, la rezagada está por partir. Las otras cinco también se han marchado, aunque no todas a la capital. María y Josefa viven en el vecindario, cada una con su marido e hijos. Lucrecia vive y trabaja en la zona 1 en comedor. Las otras dos, gemelas, murieron al nacer.
 Los días de Septiembre se terminaron y le trajeron una noticia inesperada. Debe preparar rápido sus maletas, cosa que será fácil pues no tiene muchas pertenencias. Esa es la última noche que dormirá con sus papás.

Con el insomnio te visita, llega con planes de quedarse y Loida pasa en vela toda la noche, sin llorar, llorando en silencio. Su señora madre la acompaña a la terminal buses. Allí están las dos paradas, como vigías que se adelantan al sol, esperando a la camioneta que la dejarán sin la última hija, la más pequeña. 
––Hacés todo lo que te pidan no quiero que me vaya a llamar la doña diciéndome que le salistes chueca ––dijo la madre fingiendo que no la extrañaría. Loida, de catorce años, asintió.
Como en toda terminal de buses, todas las personas corrían de un lado para otro, como almas en pena sin saber donde posar. Loida callaba, los ojos negros delataban el oscuro miedo que tenía de partir lejos de casa. Pocas veces a sentido tanto miedo, y estás es una de esas ocasiones donde el miedo es tan real que se respira. Tiene temor de no ser lo suficientemente buena como para durar en ese lugar a donde va. Tantas preguntas… ¿Cómo será la familia? ¿Serán buenos? ¿Les caeré bien? ¿Qué voy hacer? ¿Dónde voy a dormir? ¿Cómo me trataran los señores de la casa?, demasiadas preguntas como para enumerarlas todas. Una niña de 14 años proveniente de San Marcos puede ser muchas cosas, menos una tonta. Loida sabe que la vida le está a punto de cambiar, para bien o para mal.

 Son las cinco de la mañana y a Loida le tiemblan los dientes, pero no de frío, cualquiera que provenga de San Miguel Ixtahuacán, San Marcos a aprendido a vivir en el frío. Le tiemblan porque la incertidumbre no la deja tranquila, la inquieta. A sus catorce años conoce muy bien el significado de la palabra racismo. Tiene miedo de ser discriminada, aunque le han dicho que la familia para la cual trabajará es buena, ella no se siente segura.




Recostada en la ventana del bus mientras observa el paisaje con la mirada perdida, se imagina otra vida, una vida donde no tiene que trabajar cuando le toca ser niña. Una vida donde sus padres deben ser…y son quienes le proveen todo lo que una niña de catorce años necesita. No es la primera muchacha proveniente de algún departamento, la que deja su familia para ir a trabajar a la capital, pero Loida se pregunta si acaso todas pasan por este proceso tan complicado. A  nadie le interesa lo que a una niña o señorita le pueda pasar, emocionalmente hablando, al momento de ir a trabajar para una familia en la capital, a nadie…bueno a casi nadie, excepto a las que les toca que pasar por esa experiencia. Las horas son cortas, está absorbida por esa vida ideal, que no se da cuenta que cada vez se aleja más de su antiguo hogar.

photo credit: Lon&Queta via photopin cc

Dos lagrimas se escapan de sus ojos y se abren camino en sus mejillas, con toda la brusquedad del caso Loida borra con sus manos ásperas el rastro de esa nostalgia salada que le cruza el rostro. Ya no es tiempo de recordar cuando era apenas la chiquita de la casa, ya está grande.  Es ahora, el bus está en la Capital y tiene que bajar.





Dicen que no hay nada como el hogar, dulce hogar. Bueno, eso no es de todo cierto, no cuando te toca que dejar tu verdadero hogar, tu familia, tus amigos, tu vecindario y mundo como lo conoces hasta ese día. Y eso fue precisamente lo que le pasó a Loida. Llegó a la casa de los Aguilar el 7 de Septiembre con una risa de temor y de incomodidad más que de alegría empezó a saludar a la Señora de la casa y a su esposo. Había llegado a la Capital a trabajar para una familia que resultó ser más agradable de lo que ella se imaginaba. Resulta que la madre del Señor, una anciana de 87 años, se había mudado a la casa de los Aguilar porque después de todo cuando  tienes el peso de esa cantidad de años sobre los hombros, no puedes hacer mucho por ti mismo.

La habitación que les habían asignado a ambas se encontraba situada en el primer nivel de la casa, en lo que antes solía ser el estudio, lugar donde estaban guardados todos los libros, o al menos eso creía ella. Cuando entró a la habitación se dio cuenta que ya habían dos camas de verdad y que seguramente una sería de ella. La señora le señaló su cama y la niña sonrío por primera vez de felicidad. Esa noche por primera vez dormiría como se imaginó duermen las niñas de 14 años.

En una cama de verdad, donde tiene su propio cuarto (aunque sabemos que eso no era cierto), el cual cuenta con una puerta, tiene cuadros de paisajes en las paredes, de esos que le recuerdan al vocal de Tajumulco. Loida suspiro y colocó lentamente su mochila negra sobre la cama y luego salió a conocer la casa, el baño donde debía llevar a la abuelita si necesitaba ir de noche. En fín, Loída estaba en esa casa para cuidar de la Doña Fide y ayudar con los que algunas tareas domesticas del hogar.

El primer día fue el más difícil, conoció a todos los miembros de la familia. La señora, su esposo, la abuelita y a sus dos nietos. Ambos llegaron a la hora de almuerzo. Carlos, el mayor era serio y reservado. Trabajaba para una compañía de electricidad. Luis, el pequeño daba clases de canto en el conservatorio nacional. Loída ayudó a servir la comida.

––¿Qué hicieron de tomar?
––La limonada está en la refri ––respondió la mamá –– Anda a traer las tortillas ya están pagadas
––Ya las traje yo, ya vengan a comer

Todos se sentaron a la mesa, excepto la señora y la niña de San Marcos, quién preparaba el café para la abuelita. Luego de servirlo en la mesa se dirigió a la cocina, pues no sabía que hacer. Aunque ella misma había servido su plato en la mesa, tenía miedo de sentarse a comer con la familia.

––Vos comes de último, esperas que todos se levanten y recoges los platos. Cualquier cosa te quedás en la cocina por si los señores de la casa quieren algo ––le había replicado la mamá una noche antes de partir.

––Loida, ¿qué haces? ––le pregunto la señora–– se te va a enfríar el caldo. La niña se frotó las palmas de las manos en el güipil, pues le sudaban. Cerró y abrió los ojos y se sentó a comer. No dijo palabra alguna, solo movía miraba su plato, tomaba un sorbo de la sopa y movía los ojos de lado. El almuerzo terminó y se levantó y procedió a lavar los platos. Esa noche no pudo dormir por dos razones. La primera es porque la abuelita nunca paraba de hablar, dicen que tenía problemas para dormir. El señor ya le había advertido de eso a Loida y le pidió que tuviera paciencia con su mamá, ella asintió. La segunda razón por la que le costaba conciliar el sueño era porque finalmente estaba en la capital, extrañaba el cielo estrellado de su antiguo hogar, el olor a tierra húmeda que dejan los días de septiembre y tortear a las seis de la tarde mientras respiraba ese singular aroma a leña quemada.

Así pasaron los días y cada vez Loida se encontraba más a gusto con la familia Aguilar, en varias ocasiones le tocaban días difíciles con la abuelita, quién tenía un carácter singular, de ese que tiene los que ya vivieron mucho y ya están cansados de la vida. Un día entró al cuarto de Luis, el profesor de música, le tocaba limpiar las ventanas, ordenó su mesa de noche y escritorio. No era la primera vez que lo hacía, pero esa día decidió hojear los libros que estaba sobre la mesa. Tenía tanta curiosidad, y uno a uno los empezó a tomar y leer un par de líneas. A pesar de tener 14 años, solo contaba con tercero primaria y por eso era una lectora muy lenta. Dentro de los libros del profesor había uno que estaba ilustrado, tenía dibujos de una lancha y un pez muy grande.

––¡Loida! Quiero ir al baño.
––Ya voy abuelita ––respondió nerviosa y bajo rápido las gradas para atender a la anciana.



Para su desventura al momento de llevar a Doña Fide al baño, se percató que alguien habría la puerta. Era el profesor. La niña se puso pálida, y las piernas le empezaron a temblar. Había dejado los libros del profesor desordenados, y no sabía que hacer. Por un momento quiso dejar a la abuelita y subir corriendo a dejar todo como lo había encontrado. Pero era muy tarde, Luis saludó a ambas y se dirigió a su cuarto. Entró y se dio cuenta que los libros estaban desordenados, sabía que Loida entraba a su cuarto para barrerlo, pero nunca había notado nada distinto hasta ese día.

––¿Tú estabas ordenando algo en mi cuarto? ––preguntó amablemente Luis ––Es que los libros están desordenados.
––Su mamá me pidió que limpiara la mesa––tragó saliva mientras se daba cuenta que los nervios la delataban.
– A va, hay te encargo que cuando le pases el trapo a la mesa, si dejes los libros o cosas o papeles que tenga en la mesa, por fa. No me vayas a tirar nada.

Loida sin saber que decir asintió. Este suceso no volvió a ocurrir sino hasta una semana después. En esta ocasión los libros se encontraban en el mismo lugar pero una hoja estaba dentro de uno de los libros estaba en el piso. Ella seguía ojeando sus libros. No fue sino hasta el siguiente día que "el profe", como le llamaba Loida, se acercó y le preguntó si le gustaba leer.

––Me cuesta leer––bajó la mirada––  solo estudie hasta tercer primaria
––Pero, ¿si te gusta leer? ––Luis sabía que si podía leer, dado que la mamá le daba las listas de cosas por comprar en el mercado a la niña.
––No tengo libros para leer.
––Yo tengo muchos libros –le sonrió––¿Te gustaría leer uno?
––No sé, no tengo tiempo y tengo que seguir lavando los trastes.
Luis le extendió el libro que estaba ilustrado. En la portada decía "El viejo y El Mar por Ernest Hemingway" ––Lo podes leer cuando tengas tiempo. ––La niña de San Marcos no respondió, tan solo se dibujó una sonrisa de agradecimiento y eso fue suficiente.

No pasaron muchos días sin que antes leer libros por la noche se volviera una obsesión. Por lo general la abuelita se levantaba a las dos de la mañana. Loída la llevaba al baño y luego de acostarla en su cama, esperaba al rededor de una hora, mientras dejaba de hablar y se quedaba dormida. Luego se levantaba de puntillas tomaba el libro y salía del cuarto, esperando que nadie se diera cuenta habría la puerta de la cocina y se sentaba en el piso cerca del jardín. Desbloqueaba el celular que le había dado la señora, el mismo que usaba para llamarla por cualquier emergencia relacionada con la abuelita y lo utilizaba como una especie de linterna para iluminar las páginas de esos libros mágicos.

Loida era feliz, podía viajar a cualquier parte que ella quisiera. Entendió que nunca se está solo si se está acompañado de un buen libro. El profesor le siguió prestando libros para leer, los cuales devoraba con esa hambre que tienen los que han sido privados de muchas cosas. Leía toda la noche o hasta que el celular se apagara por completo. Luis y Loida se hicieron muy amigos, o al menos eso creía ella. No se explicaba porque razón el profe era tan amable con ella, pero era feliz de contar con un amigo aunque él no lo supiera.

Cuatro años pasaron hasta que Loida tuvo que dejar la casa de la Familia Aguilar. Durante ese tiempo leyó muchos libros. La señora la puso a estudiar. Luego estudió un bachillerato por madurez mientras trabajaba para otra familia. Loida nunca volvió a ver al profe, en una ocasión quiso ir a visitarlos, pero al llegar a la casa donde solía trabajar se dio cuenta que ya no vivían allí. Quería agradecerle de alguna forma todo lo él había hecho por ella, o lo que los libros que él le prestaba habían hecho en ella. Pero nunca lo encontró.

Ya pasaron muchos años desde ese suceso, hoy Loida se encuentra estudiando en la universidad una carrera de literatura. Siguen leyendo con la misma pasión que tenía a los catorce años. Trabaja en una oficina de bienes y raíces y le va muy bien. Nunca dije que fue fácil el camino que le ha tocado recorrer desde que dejo San Marcos. El camino ha sido largo y aún no termina. Sin embargo me di cuenta  que la vida es un proceso de cosas inciertas. Hace mucho tiempo deje de tenerle miedo al cambio, al contrario ahora busco provocarlo. Además de estudiar y trabajar en la oficina, entre otras cosas escribo cuentos para Prensa Libre, esperando algún día...Luis "el profe"...me pueda leer.

photo credit: Martin Cathrae via photopin cc





¿Qué crees que pasa emocionalmente con todas las niñas que dejan su familia para venir a trabajar en la capital?

lunes, 5 de mayo de 2014

Sol y Luna

-Esta es la continuación del cuento anterior, narrado por nuestro amigo el sol-


Luna.
Hermosa y tierna.
El calor de sus manos tiene la fuerza de un volcán. 


Sol.
Incansable, niña audaz.
Su rostro me recuerda a la risa de los ángeles. 


La tarde del veinticuatro de abril del año pasado fue el día que la citaron. Se disponía a llegar sola, pero su familia se opuso. Todos se verían afectados por la noticia, para bien o para mal. El jefe la había citado a las dos de la tarde. Esperaban la decisión final de la empresa, como agricultor que espera lluvia tardía. Los cuatro iban vestidos con sus mejores prendas, como si eso les fuera a ayudar en algo.  El calor era insoportable, fue mi culpa. Lo siento. Yo espiaba por la ventana, quería saber que pasaría al final. Ví como uno por uno fue vencido por la ansiedad. Por si acaso no lo sabías, esperar cansa.

Cinco de la tarde.
La puerta se abrió de golpe y el ruido los despertó, a todos a excepción de Sol. Sabe Dios lo que pasaba por la cabeza de esa niña, pero ella no se durmió. Tenía esperanzas.
El esposo fue el primero en reponerse seguido por su esposa. Ambos recobraron la compostura y fingieron su mejor sonrisa. Luna ni se molestó en abrir los ojos. Era ciega.




photo credit: bass_nroll via photopin cc

El Jefe los llamó a su oficina para darles la respuesta. Las hermanas esperaban afuera. Taiyō cantaba una canción que se había inventado acerca de los colores. Mūn solo aplaudía y se reía, con ese brillo que solo ella tenía. Diez minutos después los padres de las niñas salieron como quién camina en un país extranjero, con la mirada perdida. Sin saber a donde ver y que dejar de ver. Ninguno mencionó palabra alguna, tomaron a las niñas por las manos y se fueron a su casa. Antes de abrir la puerta, la madre de las niñas se hincó y con una sonrisa forzada les dijo:

–– Tengo dos noticias, una buena y otra mala. ¿Cuál quieren escuchar primero?
–– La buena ––respondieron ambas al unísono–– primero la buena notica.
–– La compañía no me mandará fuera de Japón. Pero debo de ir al otro lado del Lago Inawashiro, por un tiempo. –– dejó de sonreír.
–– ¿Por cuánto tiempo preguntó Taiyō?
–– Solo serán un par de semanas, yo cuidaré de ustedes. Todo saldrá bien, cuando su madre regrese iremos a visitar a los abuelos.

Los cuatro se abrazaron y las niñas, a diferencia de lo que puedas estar pensando, estaban felices. 

Para ese entonces, el atardecer había terminado y mi tiempo de ese lado del mundo también. Anochecía.



* * Una Traducción * *
太陽 = Taiyō = Sol 
ムーン  =  Mūn = Luna 



Al otro día fueron a despedir a su madre al embarcadero. La empresa estaba creciendo y necesitaban analistas de riesgos en la nueva planta que se encontraba al otro lado del Lago Inawashiro. El padre y las niñas regresaron a casa, era domingo  y tenían todo el día libre.

Todas la tardes las niñas salían a jugar con su papá. Eran felices, a pesar de la ausencia de su madre. Taiyō, la más pequeña, tenía una forma ver el mundo sorprendente. Siempre estaba feliz, corriendo de un lado para otro. Escribiendo y pintando. Silbando y saltando. Mūn, la hermana mayor, no veía el mundo así. No por que no quisiera, si no por que no podía. Era ciega de nacimiento, pero aún así miraba el mundo a través de sus otros sentidos. Conocía el color de las rosas por el aroma que emanaban. Su corazón nunca estuvo en tinieblas, pues cuando palpaba y abrazaba todo su interior se iluminaba. Ella no necesitaba de mis rayos de luz, de mi calor. Ella no necesitaba al Sol. Su espíritu afable ahuyentaba cualquier oscuridad.





photo credit: Frederic Mancosu via photopin cc


Pasaron meses y la madre no volvía. Llegó el invierno y ella no volvía. Pero aún así las niñas siempre encontraban una forma para ser felices. Eran inseparables, nunca he conocido a nadie como ellas, y es por eso que cuento su historia. 

Los días de invierno fueron los mejores. Ambas sufrían de asma y la madre nunca dejó que se mojaran, ya que eso sería peligroso para las niñas. Pero al ver que la madre no volvía, y que las niñas insistían todos los días en jugar bajo la lluvia, el padre finalmente accedió. 

Compró dos capas impermeables en el nuevo centro comercial y dejó que sus dos pequeñas disfrutaran de la lluvia. Esa tarde fue como ninguna otra. Algo mágico sucedió. Era la primera vez en su vida que podían caminar bajo la lluvia.  Taiyō corría de un lado para otro, Mūn no podía, no miraban. Y fue entonces cuando ocurrió. Yo apenas podía ver, el cielo era gris y las nubes se cruzaban mientras miraba a las niñas.


Mūn extendió las manos con las palmas hacia arriba. Por un momento permaneció inerte, y con ella se paró el tiempo. Sentía el leve cosquilleo que las gotas de lluvia provocaban al caer sobre bellas manos. Entonces empezó a reír y a llorar. Taiyō dejó de correr y se acerco a su hermana mayor. Mūn lloraba de felicidad, y su padre que las observaba a la distancia, con un paraguas, ni se percató de las lagrimas de su primogénita. Se escondían con la lluvia.

––¿Por qué lloras Mūn? ––preguntó un poco consternada su hermanita ––. ¿Qué pasa?
–– Puedo escuchar la lluvia –– sonreía, y aunque no la podía ver, su rostro y ojos se dirigían a su hermana. 

Las gotas de lluvia emanaban poesía. En cada una de ellas había un verso. Eternidad en cada gota, y Mūn las escuchaba. Lograba traducir cada estallido de las gotas sobre sus manos. Tenía el sentido del oído y tacto tan desarrollado que podía escuchar a Dios a través del canto de la lluvia. Podía ver los colores del arco iris y de los atardeceres. No le hacía falta la vista para apreciar su entorno Todo giraba alrededor de ella y Taiyō la miraba atónita. Dios le había dado un don de escuchar y de sentir. Memorizaba todos los versos que podía, eran demasiados, como las gotas de la lluvia. Pero retenía algunos.

Llegaban a casa y Mūn los declamaba, Taiyō los escribía. Era el secreto de las dos. Anhelaban la lluvia más que el agricultor en el desierto.  Mūn escuchaba las canciones de la lluvia y Taiyō  preservaba esos himnos en papel.

Cada semana enviaban una carta a su madre, en ella estaba escrito un poema, de los que declama la lluvia. Todas las semanas esperaban un respuesta, pero nunca llegaba. Ellas no perdían la fe y cada día revisaban el buzón negándose a aceptar una causa perdida.

La semana pasada fue la última vez que le escribieron. Un año después de la primera carta, ella contestó  tres días después, les dijo que vendría hoy por la tarde. Luna y Sol han salido a las orillas del Lago Inawashiro a esperar a su madre.




A lo lejos pueden ver como se acerca el barco que les trae a la mujer que tanto extrañan.

 —Aquí te esperamos —dijo alargando las sílabas. Luna, la primogénita  sujetaba la mano de su hermana.






jueves, 24 de abril de 2014

El Cuento de Sally




photo credit: TumblingRun via photopin cc


                                                                                        1                    

Ayer fuimos a visitar a Lucy. Sigo estupefacto, todavía no entiendo como se pudo escapar del manicomio y lo que es peor, no logro comprender la forma en que reaccionó al regresar a casa y dejar aquella prisión atrás. Clara ha estado insistiendo que no importa la condición de su madre, ella no está dispuesta a olvidarla. Para mí no ha sido fácil. No sé como lo logra manejar ella, a pesar de ser sólo una adolescente. Me siento impotente. Todavía no puedo creer que hace dos años perdimos a nuestra segunda hija. Mi bebé. 
    El parto fue complicado. Lucy, mi esposa, luchó hasta el último momento, pero Sally (ese iba a ser su nombre) se había enrollado con el cordón umbilical en el cuello, lo que provocó su asfixia. Ninguno de los tres lo pudo creer, aunque fue difícil para nuestra pequeña familia, aceptar la partida de nuestra hija, fue Lucy la que cambió por completo. Se levantaba por las noches a preparar la pacha para Sally, pasaba los días enteros ordenando y limpiando su cuarto. Claro que todos extrañamos a nuestra hija, pero salir a gritar su nombre en medio de la madrugada, es algo que aterra a cualquiera.
   No sabía que hacer, y lo primero que se me ocurrió fue buscar ayuda médica, pero nadie quiso ayudarme. Cuando vives en una granja en las afueras del pueblo, hay muy pocas personas dispuestas a ayudarte. Así que decidí mentirle acerca de un paseo. Le dije que necesitaba salir a respirar otros aires, que era necesario cambiar de ambiente. La respuesta fue un rotundo no. Así es que la semana siguiente elabore de mejor manera la propuesta.
     ––Noris me dijo que ayer vio una nueva tienda en el pueblo. Se dedican a la venta de ropa para bebés. 
El comentario la tomó desprevenida, continuo viendo la ventana de la sala, la que estaba enfrente de nuestros campos de trigo. Lentamente giró sus hombros y cabeza.
     ––¿Me llevarías? ––preguntó insegura ––. Hace tiempo he querido comprar nuevos gorros y frazadas para adorar el cuarto de Sally.
Todos los días al levantarse, se dirigía al cuarto de Sally y permanecía llorando en silencio, acostada en la alfombra rosada del cuarto de mi hija la menor, bueno, el cuarto que ella usaría. Sólo salía para comer o al ocultarse el sol.
     ––Por supuesto ––respondí con moderado entusiasmo.No quería que sospechara nada al respecto–– Solo tendrás que esperar que termine de lavar los platos, luego podremos ir.
A Lucy le pareció perfecto dejar la cocina limpia antes de retirarnos al pueblo.

    Los establos estaban a la distancia de un tiro de piedra de nuestra casa, de esa forma podíamos dormir tranquilos sin que los molestos ruidos de los animales nos molestaran por la noche. Randy y Rony eran mis caballos preferidos, negros como la noche sin luna. Los llevé a la parte trasera del establo, ahí teníamos el carruaje que habíamos usado solo tres veces. Lo compré hace dos años y medio, justo antes del parto de nuestra difunta hija. Quité la lona de color blanco que cubría el carruaje y ajusté los cinchos de los caballos al carruaje y me dirigí a la puerta de la casa. Lucy ya estaba esperando. Impaciente.
     ––De prisa ––dijo–– No queremos viajar hasta el pueblo y encontrar todas las tiendas cerradas.
 Estuve a punto de recordarle que apenas eran las ocho de la mañana y que ninguna tienda estaría cerrada, pero había aprendido a no contradecirla. Ella no toleraba discutir y yo no podía ver como se hundía más en su locura. Asentí sin decir palabra alguna.
   Subimos al carruaje. Yo estaba sentado en la banca de afuera tomando las riendas de los caballos. Mi esposa permanecía adentro, sola. De pronto escuche que hablaba con alguien. Disminuí la velocidad, pues no quise parar de tajo. Poco a poco corrí la cortina frontal del carruaje y la vi hablando con una muñeca. Era Sally, o eso pensé. ¿Quién más podría ser? Escenas como esas me partían el alma. Verla y escucharla hablar con una muñeca y todos los arrebatos sin sentido que tenían me mortificaban lentamente. Me atrevería a decir que verla en esa condición era más doloroso que la pronta partida de Sally. No le dije nada, me hice el loco y seguí sujetando a los caballos. Que curiosa esa frase, ¿no? Me hice el loco…

 Llegamos más rápido de lo que hubiera creído. Por primera vez, ese camino tan largo al pueblo me pareció corto. Me la pasé preguntándome si a caso me arrepentiría de lo que estaba apunto de hacer. Lo que más me asustaba era que Clara, mi primogénita, me odiara para siempre por quitarle a su madre. Por otro lado, no podía ignorar la salud mental de mi amada, no podía soportar la idea de que algún día hiciera una locura. Estaba tan absorto en ese dilema, que no me percaté de las dos horas y media que duraba el viaje de nuestra granja al pueblo. Pero ahí estábamos entrando bajo el gran arco de cemento de nuestra pequeña ciudad. Esa mañana las flores no brillaban igual, los pájaros dejaron de cantar. A pesar de ser una mañana cálida de primavera, en mi corazón todo era tormenta. En mis ojos lluvia y los colores que miraba eran de otoño. Lucy sacó la cabeza por la ventana izquierda del carruaje.
      ––¡Al fin llegamos! ––gritó de manera que toda la gente del pueblo la miro con recelo ––. Yo no hice más que fingir una leve sonrisa. Me estacioné lo mejor que pude. Los nervios me empezaron a traicionar en ese preciso momento. Me bajé y le abrí la puerta a mi esposa. Le tendí mi mano para que se apoyara al salir, pero ella salió de un salto.
     ––¿Dónde está la tienda?
     ––Está a la vuelta, pero tengo una sorpresa.
     ––Me gustan las sorpresas ––dijo, abriendo los ojos como nunca antes ––.Gracias por amarme sin condición. Esas palabras fueron como un clavo que traspasaba lentamente mi corazón.
     ––Primero tengo que vendarte los ojos, la tienda es nueva y tiene una decoración fabulosa. Todo el interior es color rosa.
     ––¡El color favorito de Sally! ––exclamó dando pequeños saltos y aplaudiendo con las manos. ––Será divertido. Es una lástima que Clara no esté con nosotros ahora.
     ––Ya sabes que la escuela es importante. Además a ella le encanta la idea de ir a estudiar ––afirmé mientras cubría los ojos de Lucy con una bufanda–– o mejor dicho, le encanta la idea de ir a ver a Estuardo.
    ––Ese muchacho no me agrada. ––hizo una pausa y continuo ––. Bueno, no es que sea malo, solo que no creo que Clara tenga edad para tener novio.
    ––Lucy, nuestra hija tiene 19 años, ya no es ninguna chiquita.
    ––Tienes razón ––asintió con una sonrisa de tristeza más que de alegría––. Mi chiquita es Sally. Vamos, llévame a esa tienda.

Las piernas me temblaban a cada paso que daba. Era una sensación extrañaba, sentía como si alguien me moviera el suelo. Pero me armé de valor y decidí que ese no era momento de dar marcha atrás y que si quería lo mejor para ella, debía estar dispuesto a pagar el precio, aunque fuera caro. Llegamos al final de la Calle Narden, donde el manicomio tenía sus instalaciones lejos de cualquier otro comercio. De manera que nadie podía escuchar los gritos y lloros de los locos ahí adentro. Nos recibió una señorita muy amable. Ella ya sabía que yo llevaría a Lucy con el engaño de la tienda de ropa para bebés.

      ––Te amo ––le susurré al oído y le dí un beso en la frente ––. Sabes que siempre lo haré.
Esas fueron las últimas palabras que le dije. Luego llegaron dos enfermeros, cada uno la tomo por los brazos y se la llevaron mientras ella con los ojos vendados trataba de soltarse, gritando sin parar. Una parte de mí todavía escucha esos gritos de desesperación. La muchacha del vestíbulo me prometió que la iban a cuidar lo mejor posible y que ahora podía dormir tranquilo. Por supuesto, ese era un consuelo barato y nada de eso se acercaría a la realidad. Salí del manicomio o del Hospital para Personas con necesidades mentales; ese es el nombre que ellos le dan a su Institución, pero vamos; tu y yo sabemos que es un m-a-n-i-c-o-m-i-o.

    Todavía no sabía exactamente que decirle a Clara, la verdad es que nunca lo había pensado. Es decir, si sabía que tendría que dar una explicación, pero nunca me preocupe por buscar una. El regreso a casa fue todo lo contrario. El camino fue eterno. Tenía la mirada fija en el centro del camino. Fija y vacía. Era como mirar a través de un anillo, lo puedes ver todo, pero no ves nada. No sé como expresarlo, pero a diferencia de lo que creas que yo estaba pensando, yo no sabía en que pensar. Ahí estaba sentado, sujetando las correas de los caballos, inerte, tan solo siguiendo los senderos. Llegué finalmente a casa, procedí a guardar los caballos en el establo, después de haber guardado y cubierto el carruaje. Me dediqué a preparar el almuerzo. Era alrededor de medio día y cociné, como lo hacía de costumbre.

No quiero escribir mucha acerca de lo que pasó cuando mi hija se enteró de lo que había hecho. Solo diré que aunque tuvimos una larga e intensa discusión, Clara terminó por entender las razones por las que había llevado a su mamá a un hospital para enfermos mentales. Lo entendió a la perfección, aunque nunca estuvo de acuerdo. Así pasaron los primeros días y semanas. Clara y yo no hablábamos. Solo nos comunicábamos por medio de sílabas. Dos monólogos no hacen una conversación, pero al menos empezábamos a comunicarnos más a menudo. Por mi parte, yo empecé a recuperar el sueño. Las noches dejaron de ser eternas, y aunque Lucy siempre me hizo falta, empezaba a tener cierta sensación de tranquilidad. 

Ahora, no me mal entiendas, en ningún momento estoy insinuando que me libre de una carga. Es solo que yo sabía que ahora estaría en un lugar donde la iban a cuidar de mejor manera, sin el miedo a que ella cometiera una locura y no supiera que hacer. La muchacha del manicomio me dijo que podía regresar a visitarla después de un mes. Me prohibieron presentarme antes de la fecha señalada. Luego de cuatro semanas los pacientes han logrado asimilar la idea de su nuevo hogar, y entonces es recomendable que puedan recibir visitas. Pacientes. Me gusta esa descripción para mi esposa.

               

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                                                                              2

  Nunca había detestado tanto el arroz y la sopa de pollo. No hay día que no tengamos que comer el mismo menú. Puedo comerlo una semana entera, pero treinta días de lo mismo es demasiado. Hoy no tengo duda alguna, al fin podré cenar trigo molido otra vez. Extraño la leche de nuestras vacas recién ordeñadas. El sabor es inigualable, pero lo que me ha vuelto una desquiciada es tener que soportar el encierro en esta cuarto. Ayer fue un gran día, Mateo y Clara me vinieron a ver. Las he extrañado mucho, en especial a Sally. No puedo dormir, necesito estar cerca de su cuarto. Mis ojos están hastiados de estás estúpidas paredes grises. Necesito ver la decoración color rosa de cuarto de Sally. Eso me trae paz. Cuando los vi entrar a la sala de visita, trate de controlarme. Las uñas me han crecido y estuve a punto de ensartarle los dedos en los ojos a Mateo. Los ojos me brillaban de rencor, la sangre me hervía. Podía sentir como la ira me calentaba todas las venas, pero no estoy tan loca como creen. Logré aparentar que los quería y que estaba muy feliz de verlos. De hecho, llevo dos semanas planeando esto, como para dejarme llevar por un torpe ataque de ira. Los abracé fuertemente mientras lloraba. Mis lagrimas eran sinceras, pero no de tristeza, dolor o nostalgia, sino de rabia. La expresión de mi rostro ha de haber reflejado alegría al verlos.
     ––Te hemos extrañado tanto. ––me dijo con los ojos llorosos––. Te pido que me perdones, pero no sabía que hacer. El doctor me dijo que has mejorado de manera increíble las últimas dos semanas.
      ––Estoy aprendiendo a superar el trauma de nuestra difunta hija. ––esas palabras lo tomaron por sorpresa, me di cuenta que trató de no parecer sorprendido, pero no pudo, siempre hace lo mismo. Soy su esposa y lo conozco. Tanto como él a mí.
      ––Siempre te has referido a Sally como si estuviera viva. 
      ––Ya no hablemos de lo mismo ––repuso Clara–– estoy contenta de volverte a ver mamá. Me has hecho mucha falta.
Hablamos alrededor de una hora, las manos y las piernas me temblaban, no sé si por sed de venganza o por querer salir corriendo, pero me las arreglé para parecer lo más cuerda posible. No había llegado a este punto para estropearlo todo. Tenía un plan perfecto y estaba convencida que funcionaría, si tan solo lo seguía al pie de la letra. Esa noche, después que me despedí de ellos, fuimos a cenar. Ahí estábamos las tres, disfrutando por primera vez nuestra cena. Azucena y Julieta tenían más de cinco años de estar en ese manicomio. Me había hecho amiga de ellas una semana después de haber llegado. Sabía con certeza que para escaparme de ese lugar iba necesitar ayuda y que mejor manera de convencer a un par de locas que no están bien de la cabeza, y se creen todo cuanto les dices.
     ––Mañana a estas horas estaremos respirando el aire de libertad. ––mencionaba esas palabras con tanta seguridad, que parecía un político––. La espera terminó.
     ––Gracias por tomarnos en cuenta, Lucy. Tu amistad es un regalo para nosotros ––las palabras de Julieta me dolieron, parecían tan seguras de que ellas se escaparían también pero me temo que eso no sucedió.
   Les dije que se fueran a dormir, que descansaran. Sólo unas horas nos separaban de mi escape. No quería que esas tontas arruinaran mi plan. Yo pude dormir por primera vez. La idea de estar de nuevo en casa me daba una sensación de sosiego, pero lo que más paz me daba era que al fin podría saciar mi sed de venganza. 

Amaneció. Durante el día me comporté de lo más normal, si acaso puedo así decirlo. La hora había llegado, el plan era perfecto. Hacía una semana que guardaba en una servilleta de papel, una pastilla efervescente para las agruras del  estómago. Solo necesitábamos escuchar la campana que indicaba que podíamos salir al patio para poder respirar el aire fresco.
   ––¡Ayuda, Julieta está convulsionando! !Alguien que me ayude!.
Nuestra amiga se retorcía mejor que una cucaracha recién aplastada. Escupía espumarajos y se golpeaba así misma. Las convulsiones eran el pan diario en nuestro hospital, pero ese día fue diferente, Julieta daba terribles gritos, como nunca antes se habían escuchado. Me impresionaron sus aptitudes escénicas. Es una lastima que fuera tan loca como para creer que yo regresaría por ellas.
 Las enfermeras corrieron de prisa a auxiliarla. No pienso perder el tiempo en contarles como me escapé. Sólo diré que fue muy sencillo, los guardias estaban almorzando a la hora que salíamos al patio y las enfermeras nos cuidaban en nuestro receso. El personal de cocina y limpieza se dedicaba a limpiar nuestros pequeños cuartos. En cuanto a la señorita de la entrada, fue un poco más difícil, o al menos doloroso para ella. Le quebré una maceta pequeña en la cabeza. Espero que solo se halla desmayado.



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Todavía no logro comprender como hizo Lucy para escaparse del Manicomio. Clara salió hoy en la tarde y regresará en la noche. Hoy es el baile de promoción de la escuela.

––¿Quién es?–– habían tocado la puerta. Es raro tener visitas después de las seis de la tarde.  Mientras baja las gradas y me dirigía a la puerta, volvieron a llamar. Acelere el paso, pues me imagine se trataba de una emergencia. Abrí la puerta y ahí estaba ella. Me miro con sus ojos negros y me dijo: Buenas tardes...

Me levanté inmediatamente. El corazón me latía tanto que me dolía. Esta completamente mojado y el sudor no paraba de correr por mi rostro. Nuestra cama es muy pequeña y cualquier movimiento brusco puede ser sentido en toda su superficie. Me di cuenta que Lucy se despertaba por mi repentino ataque de nervios. Entonces ambos escuchamos sus gritos a mitad de la noche. Eran las dos de la mañana y era mi turno de alimentar a Sally. Todo había sido un mal sueño.




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