lunes, 29 de diciembre de 2014

Las Palabras





Volvía a ser de noche. En la cabaña de mi padre reinaba el silencio. 
Si el viento hubiera soplado, este habría suspirado entre el baile silencioso de los arboles del bosque y la luna habría sonreído. Si  hubiera habido música, ésta habría llenado de melodías la humeante sala. Pero no había ninguna de esas cosas, y por eso reinaba el silencio. La anciana había hablado.

Habían pasado unas cinco horas después de la cena y todas nos encontrábamos alrededor de la chimenea. Hablábamos de las trivialidades que hablan las mujeres cuando ya están saciadas hasta el cansancio y cuando conversar de tantos temas sin relación unos con otros, son las cosas que ocupan el tiempo y el espacio.

   ––Lo mismo dijiste la semana pasada.
   ––Si!  Ya no importa si el trabajo ya no te gusta o sí te queda muy lejos de casa ––confirmó Marta––. Tu jefe sabe que ya alguien más te ha ofrecido una mejor propuesta de trabajo…
   ––No es el nuevo trabajo lo que me asusta ––la interrumpió Adriana––. ¡Es la inseguridad de saber si valdrá la pena!

 Aconsejábamos a mi amiga que optara por una nueva plaza de trabajo, después de todo el año estaba por terminar y esa era una buena excusa para intentar algo nuevo. Sin embargo no todas estaban de acuerdo. Jessica, la más desconfiada de todas, persuadía a Adriana de permanecer en su trabajo actual. Correr el riesgo era una opción que no valía la pena intentar. Lo irónico del caso es que aunque casi todas la desafiábamos a nuestra amigar a ir tras una nueva aventura, creo que ninguna de nosotras en realidad lo hubiera intentado.

 El reloj hacia de las suyas y avanzaba durante la negra noche con pasitos de peón. Hablamos de muchas cosas más, reíamos de nuestras travesuras en tiempos del colegio y de muchas cosas más. Mi abuela, sin embargo, sentada en sus silla mecedora observaba fijamente como las llamas de fuego se acariciaban unas a otras con la misma delicadeza con la que se acarician el rostro los que se aman y se entienden sin palabras, en silencio. Entonces habló.

   ––Son veintidós años los que han pasado desde que murió.
Un mezcla de silencio con su tierna voz envolvió la fría cabaña. Mientras todas permanecieron inmóviles, yo sabía que esa noche mis amigas escucharían una historia que nunca olvidarían. Lentamente me dirigí hacía ella y me senté en el tibio piso de madera, frente a ella. Sin decir nada, una a una se sentó alrededor de mi abuela.
   ––¿Lo extraña mucho? ––preguntó Jessica casi con timidez.
   ––Lo recuerdo siempre ––respondió mi abuela––. Pero no es lo que ustedes piensan, no estoy triste...
   ––¿Cómo era él? ––titubeó Marta.
Antes que mi abuela pudiera responder, les dije que él era maravilloso. Siempre estaba riendo y bromeando. No se tomaba la vida muy enserio y a sus ochenta y dos años seguía igual de romántico que siempre.
   ––Tu abuelo tenía esa escasa habilidad hoy en día, la de hablarle a una mujer al corazón mientras le susurra al oído.
   ––¿Qué cosas le decía? ––le preguntó Marta con curiosidad.
   ––Por ahora diré que de alguna forma usaba las palabras precisas que mi corazón de mujer anhelaba escuchar ––mi abuela sonrió––. Tenía ese tacto, sabes. 

De pronto la media noche se hizo amplia como la primavera, había un lugar para todas las cosas. Estábamos absorbidas por el relato de mi abuela. Nos mirábamos las unas a las otras y nuestros ojos se encendían de emoción al escucharla hablar. Lo hacía con la intensidad de quién habla  lo que esta viviendo en el momento, con la misma fuerza con la que lo había amado durante cuarenta y tres años.

   ––Lo hacía siempre. Fue así como me enamoró y lo que es más importante, fue así como vivimos enamorados cada día.
   ––No todos los hombres tienen ese talento ––dijo Adriana, acostumbrada a escuchar los mismos piropos de siempre––. Es como… ––Hizo con los hombros un gesto de conformismo––. No se les ocurre algo en realidad cautivante...
   ––Enamorar a una mujer es un ejercicio de creatividad. Quédate con el que te escriba las cosas que no sabías que siempre quisiste escuchar ––replicó mi abuela––.  Sentimientos reprimido tienen todos.
   ––¿Cómo crees que lograba hacer eso? ––le pregunte sabiendo la respuesta.
   ––Su vida estaba atravesada por los libros, por lo tanto mi corazón estaba atravesado por los versos de su boca. Me tenía en una prisión de la cual no quería salir, allí dentro de sus costillas donde nacen los latidos que te mantienen viva.


Jessica, la que por lo general también era la más espontánea para hablar, llena de curiosidad empezó a hacer preguntas más personales. Ninguna de esas preguntas pareció incomodar a mi abuela. Ella siempre hablaba con soltura.

   ––Yo sé que todas se lo preguntan, pero como nadie lo hace, lo haré yo ––dijo Jessica sonriendo con picardía––. ¿Cómo besaba?
Todas atónitas del atrevimiento de mi amiga se reían con pena ajena, diciendole que dejara de hacer preguntas tan personales.

   ––Todavía recuerdo cuales fueron sus palabras justo antes de que fuera yo quien lo besara a él por primera vez.
   ––¿Qué le dijo?
   ––Tenía esa costumbre de verme a los ojos, con la intensidad de un conquistador  –– "Traigo un beso en los labios, por si quieres saber a que sabe el infinito”…me dijo  esa noche y de pronto permaneció en un silencio incomodo, un silencio que sabía manejar muy bien. No me pude resistir, lo besé.

Nadie dijo nada. Ninguna de mis amigas mostró asombro alguno, solo permanecían en silencio al igual que yo. Seguramente imaginando ese momento. Sonriendo.

   ––¿Fue para él difícil hablarte por primera vez?
   ––Seguramente, sin embargo siempre se las ingeniaba para dejarme sin palabras. Aún en cuando no se atrevía a hablarme y me miraba pasar frente a el, aunque yo afuera no lo escuchaba, él siempre me nombraba dentro de él.
    ––¿Le costó enamorarla?  ––de pronto la pequeña sala de la cabaña se había convertido en maravillosa conversación. Llena de preguntas cargadas de una curiosidad adolescente, con respuestas que desbordaban los colores de amor.

    ––No fue fácil para él, no estaba segura si de verdad lo quería intentar. Él también tenía miedo, aun así siempre me decía: "Tengo muchas dudas, pero que de todas mis respuestas, elijo tu nombre”. ¿Qué le podes responder a alguien que te habla al corazón?

   ––Cerrás los ojos, te encoges de hombros y suspiras  ––respondí como si supiera la respuesta. Mi abuela sin decir nada más asintió.
   ––¿Y él que hizo al ver que usted no le respondía nada?  ––preguntó Marta  mientras miraba fijamente las llamas de la chimenea.
   ––Nada  ––respondió mi abuela ––. No dijo nada, solo hizo lo que los párpados cerrados de mis ojos pedían a gritos. Me abrazó fuerte. Con la fuerza con la que abraza un niño a quien ama ––mi abuela hizo una pausa mientras suspiraba ––.  Quizás la eternidad aquí en la tierra sean esos abrazos que duran apenas un instante pero que abrigan toda una vida. En aquel entonces la prioridad eran esos segundos de fantasía que le robábamos a la realidad.
   

Nuestros ojos brillosos la miraban fijamente mientras nos invadía esa nostalgia salada. En silencio la escuchábamos. Mi abuela sin voltear a ver a nadie más que al  rostro de mi abuelo en cada llama, continuó.

   ––Sus ojos tenían algo que sin saberlo siempre busqué sin encontrar. En su mirada era mi mejor versión. Aunque siempre estaba rodeada de gente, sólo en su mirada encontraba el camino de regreso a casa. En ese entonces estaba llena de todo lo que me causaba desvelo. Desde que me abrazó fuerte me di cuenta que había encontrado mi hogar.

Hablamos durante horas mientras reíamos y llorábamos al mismo tiempo al escuchar a mi abuelita. Ella había aprendido de mi abuelo esa habilidad para narrarte historias que te hacen sentir la protagonista de todos sus relatos. Dejamos de hacer preguntas y solo dejamos que ella desbordara sus recuerdos sobre nosotras. Justo cuando la luna se empezaba a esconder y el sol la empezaba a espiar, concluyó:


     ––Su pasión por los libros y la palabra escrita me contagió y desde el día que murió y en la ausencia de su voz audile, al recordarlo empecé a escribir. Me enseñó que las palabras son memorables y que tienen el poder de cambiar vidas. Quien diga que las palabras se las lleva el viento no ha tenido la dicha de escuchar como las palabras tocan el corazón sin tocarte. ¿Sí lo confundí con toda la felicidad del mundo, qué voy a hacer?   ––mi abuela hizo una pausa y sonrió dulcemente   ––. Me hago responsable de nosotros. Alguien tiene que recordarnos. Su nombre es el único infinito que me cabe en la boca y en las manos.

martes, 2 de diciembre de 2014

Los niños




photo credit: Kat Gloor via photopin cc



Siempre me han gustado los niños y me he dado cuenta que por lo general ellos tienen mucho más que enseñarnos que un adulto, porque son libres de prejuicios y en sus ojos y sonrisa está la promesa de un futuro que es tan presente como la lluvia de invierno.

De los niños aprendi que hay que reír con soltura y sin miedo. Que si vamos a abrazar a alguien, hay que hacerlo con fuerza y sin prisa, como el niño que se aferra a quien quiere y de quien se siente suyo. Si hay que correr de algún lado para otro que sea por que vamos detrás de un sueño o de un ideal, de una causa o de nuestra pasión más fuerte y no meramente detrás de una rutina que nos deja vac

ía de anhelos cumplidos. Ellos me  enseñaron que hay que creer en las promesas contra todo pronostico, porque un niño no sabe dudar cuando se siente amado. Que si vamos a besar hay que hacerlo de forma espontánea y solo porque si…porque buscarle una razón a algo del corazón por lo general estropea las cosas. Aprendí que hay que ser el primero en decir “Te quiero”, y hay que hacerlo sin miedo y sin ningún motivo en especial, solo por que si, por que se siente adentro. Porque no es suficiente que la otra persona lo sepa, es necesario recordárselo las veces que sea necesario. Que si hay que llorar, hay que hacerlo sin vergüenza, porque las lagrimas que no se liberan lo terminan por ahogar a uno tarde o temprano. Que tu compañía es un regalo demasiado valioso y solo debe ser compartido con quien te merezca… y que donde quiera que la vida nos lleve que nos sorprenda siendo niños. Sonriendo. 



El cielo y el castillo








Así eran todas las tardes, de celajes cargados de melodías. Se juntaban cada atardecer a soñar despiertas. Corrían de un lado para otro en el jardín del edificio. Las dos niñas eran amigas inseparables. Cada día era una aventura pues creían firmemente en sus sueños y disfrutaban del oficio que les toca a  los niños, el de ser feliz. Tenían un castillo imaginario el cual era su hogar. La más grande disfrutaba recorrer los largos pasillos de aquel monumental castillo, admiraba cada pintura de las paredes, las grandes cortinas y por supuesto las majestuosas lamparas. La otra niña caminaba por los jardines colgantes. Le fascinaba encontrarse con la naturaleza, porque era allí donde se encontraba consigo mismo. Reía porque eso es lo que hacen los niños felices.

Así eran las tardes en aquel castillo que se llenaba de los colores del arco iris con la presencia de aquellas princesas que lo visitaban a diario. La niña que estaba en la torre hablaba con las nubes, les preguntaba a donde se iba la luna cuando el sol salía. Y si acaso alguna vez ambos se habían visto a los ojos dejando la distancia de un lado, porque después de todo habitaban el mismo cielo.

La otra princesa que caminaba entre los jardines era elogiada por las flores y las rosas, pues ni aun ellas con todo su esplendor podían desbordar tanta belleza como los ojos y la sonrisa de la princesita, la menor.