domingo, 31 de mayo de 2015

El color del Silencio



Como Martín no estaba dispuesto a responder, ella, después de observarlo fríamente, fue a coger su sombrero. Él, contra todo pronóstico, permaneció de pie, inerte.

No era la primera vez que tenía este tipo de conversación, si acaso un monólogo y un par de monosílabas de respuesta pueden hacer una charla decente. Era más fácil esperar granizo en otoño que su pretendiente la sorprendiera. Sin embargo Martín no se perdería por nada el acto de Ballet de Elena. 

Al salir del banco sin falta cada viernes  a las ocho de la noche era el primero en entrar para ocupar la primera fila del teatro. Su fascinación era verla bailar con tanta delicadeza y exactitud. Esto habría sido lo más cerca a tocar como Mozart o Frédéric Chopin. Como si eso no le bastará a la vida, Elena también cantaba, escucharla era tan fresco como una leve llovizna en verano. Lo tenía casi todo.

Esa noche de octubre, como ya era de costumbre al finalizar cada presentación, fueron al Café Margot. Caminaban por las amplias calles de Buenos Aires. El cielo era oscuro y de nubes ausentes. Elena en silencio se ajustaba los guantes. Martín sabía que ella necesitaba saber que pasaba dentro de él. Sabía que todas las cosas en la vida tiene una fecha de caducidad y a él no le quedaba mucho tiempo.

—Pasen adelante. —el portero abrió la puerta. Ambos entraron a sentarse a la misma mesa de siempre.

Elena, que ya no se podía contener más, habló. Esa noche estaba decidida, tenía que saber que pasaba entre ambos.

—Yo ya no sé si podemos seguir así. 
—Me duele no hacerte feliz —dijo pausadamente—. No sé que debo hacer.

La muchacha dejó escapar un suspiro. El mesero sirvió el café a ambos, en silencio. Logró notar algo diferente esa noche. Al ver que ninguno de los dos decía palabra alguna, sonriendo se retiró.
—Martín, ¿Vos querés que lo diga yo? —preguntó con cierto enfado. 

Elena había resuelto tomar la iniciativa. Sí eso no fuera suficiente esa noche sabría que sería en vano esperar algo de él. Martín no respondió. Elena inhalando lentamente y sujetando las manos húmedas de su amado, continuó.

—Soy la respuesta a esa pregunta que no te atrevés a hacer. —apretándole las manos se encogió de hombros—. Te miro a los ojos y estoy en ellos. ¿Por qué no puedo estar en tu boca y tus actos?
—Quisiera ver las cosas más claras. Todo es oscuro y no logro encontrar el camino para avanzar.
—Tengo estrellas de respuesta para cuándo la noche sea tu pregunta.

Finalmente una sonrisa diminuta apareció en el rostro de Martín. Sabía que tenía un esperanza, aunque él ya había tomado una decisión.
—Creo que es mejor que nos dejemos de ver por un tiempo —trató de decirlo como que si no le afectara—. Creo que ya no iré a escucharte cantar y a verte bailar.

Elena le soltó las manos. No podía creer lo que estaba escuchando.
—Cuando dejés de escucharme cantar te va a dar frío.

La muchacha exhaló un pesar amargo. La velada se había terminado, casi igual que siempre. El banquero acompañó a la muchacha a su apartamento, con un tímido y torpe beso en la frente se despidió de ella.
El mes que acordaron no verse fue una eternidad tan efímera. Martín hubiera querido tener más tiempo para tomar su decisión. Ésta era la definitiva y necesitaba todo el tiempo que los relojes y los calendarios pudieran ofrecerle. Elena por su parte ya no sabía que esperar. Quería renunciar a él por completo, pero no podía. 

Se había hecho así misma una promesa. Un último mes, solo uno. El último. Martín dejó de acompañarla los viernes por la noche, necesitaba el tiempo y su espacio para  saber que hacer con eso tan fuerte que tenía adentro. Eso que sentía por Elena, la muchacha que acariciaba su entorno al bailar como la espuma del mar acaricia la orilla.


La noche de noviembre llegó, y tal y como lo habían pactado. Ambos se encontrarían en el Café de siempre, después de la presentación de Elena. Al dar las seis de la tarde Martín se dirigió a su casa, necesitaba una ducha caliente y relajarse antes de hacerle saber su decisión. Elena fue la primera en llegar. El portero se sorprendió al ver a la muchacha llegar sin compañía. 

A él no le extrañara que no llegará con Martín, después de todo el banquero era un boludo y no se merecía estar al lado de una muchacha tan guapa. Al portero le extrañaba que Elena no llegará con alguien más, con otro pretendiente. Cualquiera hubiera pagado incluso por un pedazo de cielo por tomarla de la mano.

Elena se sentó en la mesa y esperó. Después de media hora pidió un café. Si alguna virtud tenía Martín era su puntualidad. Es por eso que Elena no dudaba que fuera la respuesta que le diera Martín, él había prometido estar allí a las ocho de la noche ese viernes, con el corazón resuelto. Pero no fue así no llegó.


Martín salió de la ducha, rapidamente se cambió y como tenía tiempo de sobra pensó que sería una buena idea caminar desde su casa hasta el Café Margot. Se tronaba los dedos, empuñaba la mano y balbuceaba algunas palabras como ensayando lo que estaba por decir. Había caminado unas doce cuadras cuando dobló en la esquina derecha, buscando un atajo con tal de llegar a tiempo, antes del tiempo estipulado. Era mejor así, estaría menos nervioso. Justo cuando pasaba debajo de graderío y en medio de la oscuridad escuchó a alguien pronunciar su nombre con burla.

—¿No sabés que es de mal gusto entrar en la propiedad ajena?
Un drogadicto se acercaba a él con un cuchillo en mano. Caminó lentamente hacia Martín que temblaba de pánico. El asaltante colocó el cuchillo en el cuello de Martín y con un aliento putrefacto habló.

 —Sos muy poca cosa para Elena.

Inmediatamente Martín ató cabos. Era Ivan, el viejo compañero de secundaria de Elena.  Un perdedor que nunca había sido correspondido por ella. Uno que nunca la había olvidado. Uno que odiaba a Martín más que nada.

Elena por el otro lado, resignada esperaba los últimos cinco minutos en silencio. La ausencia de su sonrisa era el producto de otra voluntad. Una cobarde, huérfana de hombría.

Martín entró corriendo, agitado. Sudando frío, con el pecho hirviendo. Tenía sangre salpicada en el rostro y en las manos. Elena quedo petrificada ante tal escena. Martín se acercó a ella.

—Perdonáme por no haber luchado antes por ti —hizo una pausa, hablaba con dificultad y le costaba respirar. Llevó sus manos ensangrentadas al rostro de Elena y continuó—. No tengo la fuerza para lanzar una piedra que alcance la luna pero mis manos pueden tocarla. Te amo.

Afuera se escuchaba una sirena. Cada vez más cerca, su sonido cada vez más fuerte.

—Es la policia. Vienen por mi.




miércoles, 20 de mayo de 2015

Las Historias de Sarti

En cama y con fiebre, sudando y sin poder hablar, así se despedía del reino y de su lugar en la tierra, la princesa Uri.
Encantada por un hechizo de la bruja del bosque, acongojada por las voces que la atormentaban, deliraba en una pesadilla de la cual no podía despertar.

Sarti entró corriendo a su habitación, con el pecho agitado se acercó a la princesa, hundió sus dedos en su pelo con cálida gentileza y susurrándole al oído dijo: Estoy aquí.

Uri era la única hija del Rey, a este no le nacieron hijos y por lo tanto ella era la heredera al trono de las tierras de Calu. Hacía una semana que había caído en cama, no podía dormir a causa del insomnio del encanto de la bruja. Todos los médicos y magos del palacio lo habían intentado todo, casi. No fue hasta que Nomi, la nana de la princesa tomó el atrevimiento de pedir que llamaran a su amigo, el hijo del general del ejercito, el que estaba en la pelea. Fue así como este la liberó de su encanto.

Sarti y la princesa era amigos desde muy pequeños, el general era el mejor amigo del Rey y por ende la amistad desde niños resultó muy fácil.

 ––¿Lo extraña mucho? ––preguntó la nana.
   ––Extraño caminar por los tejados del palacio con él, a escondidas ––respondió Uri––. No tengo que comportarme como una princesa.
   ––Eso fue hace mucho tiempo, cuando apenas era unos críos  ––la corrigió su nana.
Nomi había cuidado a Uri desde pequeña, desde el día que ella nació y la reina se despidió con un suspiro en el parto.
   ––Acostarme sobre las tejas frias y hablar con él viendo el cielo púrpura era mi época favorita del año.  Esas eran noches cálidas. Hablar con él era mi mejor escondite.––a Uri se le escapaba un suspiro–– Como extraño esos segundos que nos duraban horas.
   ––¿Qué cosas le decía? ––le preguntó la nana con curiosidad.
   ––Nada que te incuba ––la princesa sonreía––. Tan solo te dire que yo era hoja y él me hizo bosque.

Durante muchos veranos e inviernos vieron juntos el cielo púrpura por las noches, a escondidas de todos. Uri cantaba canciones para Sarti. Uri guardaba el secreto del hijo del general. Éste se inventaba historias para ella. Nadie en el reino lo sabía, nadie tenía que saberlo. Las historias de Sarti eran infantiles y aunque no encajaban en su perfil de futuro guerrero, Uri lo disfrutaba, eso era todo lo importaba debajo de la luna.

Los años pasaron y los niños crecieron y cada quien cumplía su papel en el reino. Sarti dejó el palacio y se unió al ejercito. Salía valiente a luchar, hasta ese día que tuvo que regresar, su amiga, la que amaba el cielo, estaba muriendo. El rey ya era anciano sin embargo tenía un corazón de león, había luchado contra dragones  y enemigos fuertes. Parecía que nada podía quebrarlo hasta que alguien intentó matar a la niña de sus ojos. Uri.

Sarti entró corriendo a su habitación, con el pecho agitado se acercó a la princesa, hundió sus dedos en su pelo con cálida gentileza y susurrándole al oído dijo: Estoy aquí.

Entre un llanto en silencio, se empezaba a despedir de ella. Le apretaba la mano como recordándole que todavía estaba viva. Seguramente la princesa no sobreviviría una noche más. Fue entonces como él hijo del general se despidió de ella con una última historia, quizás las voces que la atormentaban fueran más fuertes, pero tenía que intentarlo.

— Había una vez un conejito que le gustaba comer flores silvestres ––Sarti sentado en la cama de la princesa, la sostenía mientras ella con escalofríos y agitada por las voces que la atormentaban se recostaba en el pecho del muchacho. Sarti continuo––. Cada día corría de un lado para otro, su mejor amigo era el oso pardo. Todos los días tenía una pregunta para su compañero, quien trataba de responderlas como podía.

Cierto día de Primavera el conejito le hizo una pregunta a su amigo: ¿De qué color es el arco iris cuando duerme?
El oso no sabía que contestar, cada día las preguntas del conejito eran más difíciles, sin embargo el oso hizo su mayor esfuerzo por buscar una respuesta y contestó: Tienen el mismo color que las estrellas durante el día.

El conejito no entendía lo que su amigo decía entonces replicó: Las estrellas no salen de día, solo las dejan salir de noche. El oso pardo le respondió con una pregunta: ¿De qué color son las estrellas de noche? El conejito pensó por un momento su respuesta, cuando estuvo listo dijo: Luego de ver las estrellas por incontables noches, he llegado a la conclusión que son del color del arco iris.

De pronto el conejito tenía dos preguntas sin respuesta, de lo que estaba seguro era que los colores del arco iris y las estrellas eran demasiado bellos y tan variados como para enumerarlos todos.


El sol empezaba a salir, la princesa ya no se movía. Su tormento se había acabado, juntamente con su vida. El cuerpo de la princesa inerte se tendía sobre los brazos de Sarti.

Derramó una sola lagrima  despidiéndose de ella, Sarti la besó en la frente diciendo: Digo tu nombre y nace otra estrella. La voz apacible de su amigo era más fuerte e intensa que cualquier tormento.

La princesa en los brazos de su amigo de pronto exhaló y entonces con mucha dificultad levantó su mano y acarició la mejilla y los labios de su amado. Entonces con gran esfuerzo volvió a hablar: Si te tocó el rostro es sólo para saber si no estoy soñando.

El encanto se había roto. Sarti sin darse cuenta había dicho las palabra mágicas que rompía el hechizo, su nombre. La había llamado por su nombre sin nombrarla.

Por fin Uri, la estrella que tiene los colores del arco iris, podría dormir en paz. Sarti no volvería a apartarse de su amada. Ambos se encontraban así mismo al verse a los ojos.












miércoles, 6 de mayo de 2015

El peso de las cosas

Cierro los ojos.
El mundo se apaga afuera, adentro está encendido.
El techo es amplio y por el tiempo que dura la noche, todo cabe en él. 

Lo miro todo y todos los colores. Las imágenes se mueven y cobran vida. Estoy en Milán y si algo me falta esta noche es sueño, sin embargo con un poco de astucia logro burlar al insomnio, y sin darme cuenta cómo y cúando dejo de estar consciente. Estoy durmiendo.

La mañana de ese día caminé por la Plaza del Doumo, entusiasmado por dar mis últimos pasos en Italia. No corrí como loco de un lado para otro, como lo había hecho en días anteriores, buscando visitar todos lugares que las horas de ese día me permitieran conocer. Solo caminaba un par de cuadras y me sentaba en las bancas que encontraba. Disfrute de unos tres helados. Almorcé en la esquina derecha de la plaza, la que muestra la parte trasera de la Iglesia. Escuche las últimas canciones del grupo de tres violinistas y me deshice de los últimos tres euros en monedas que tenía. Luego el atardecer me sorprendió frente al Castello Francesco. Allí me quede esperando que el sol se escondiera, como si del otro lado del mundo ya lo esperaran. Apagando su lucecita desapareció.





Despierto con el pecho frío. Son las cuatro y media de la mañana y me tengo que bañar antes de partir. Baje el elevador una sonrisa, como la  del niño satisfecho después de la pizza. Me despedí de la recepcionista y salí caminando a la parada del metro. Vuelvo a la Plaza del Doumo, esta vez en busca de un taxi. 

En el aeropuerto no muy mucha gente y eso me sorprende. Me acerco a la fila, la cual tendrá unas diez personas haciendo cola. Sorpresivamente me doy cuenta de algo. Ninguna persona de la fila cuenta con equipaje. Nadie. Eso me incluye.

No recuerdo haber dejado el hotel sin maletas, me duele la cabeza y llevo mis manos a mi frente, entonces me doy cuenta que lo único que tengo en la mano es el pasaporte. Lo   que hace que esto todavía sea más extraño y reconfortante a la vez,  es que nadie, sin excepción alguna tiene equipaje.

Adelante de mí está una pareja de rusos. No están discutiendo pero seguramente no están contentos el uno con el otro. Pienso en preguntarles qué pasa y porqué nadie cuenta con maletas, pero yo no hablo ruso, tampoco intento hablar en inglés, su rostro ya parece muy hostil y ella empieza a alzar la voz.

El oficial llama uno a uno a los pasajeros.

—Il prossimo

Los pasajeros muestran sus pasaportes y tickets de embargue. El oficial examina detalladamente sus rostros comparándolos con la imagen en la foto. Es como si alguien lo intentara de engañar. No lo entiendo.

Una vez se ha terminado de verificar el pasaporte las personas dan dos pasos adelante y se colocan justo sobre el círculo amarillo del centro, donde casualmente esta el lumbar o la maquina esa que verifica que uno no lleve objetos de metal. Lo raro del caso es que nadie se quita su cinturón, reloj o llaves. Tampoco las cadenas y aretes. Eso pareciera no importarles en este aeropuerto. Yo estoy confundido porque no entiendo nada de lo que está pasando, tampoco ese ruido. La maquina solo emitía dos tipos de sonidos diferentes.

El primero era largo, el segundo era más corto e intermitente. La mayoría de las personas protestaban al pasar por la maquina, cuando está producía el segundo sonido. Miré a mi alrededor para ver si encontraba algún rostro amigable para preguntarle que era lo que pasaba. Pero atrás mía no había nadie y todos al rededor parecían demasiado ocupados. La gente pasaba muy rápido y cuando me di cuenta estaba ya en la línea y era el próximo a pasar. Adelante de mí estaban los rusos, ya habían dejado de protestar, sin embargo, y como la gran mayoría hicieron un gesto de malestar al escuchar el segundo sonido, el más corto e intermitente.

Justo antes de pasar al frente alguien me tomó de la mano. Era una niña con una pulsera dorada en la mano. Estaba sonriendo y parecía muy tranquila, como todos los niños de seis años que no tienen de que preocuparse.

—Ya casi es tu turno —me señaló el circulo amarillo del suelo.

Le pregunté que era ese sonido y porque ninguno de nosotros llevaba consigo sus maletas. Me dijo que no hacía falta, que el equipaje lo llevábamos dentro. Me explicó que el segundo sonido significaba exceso de peso, que si la maquina hacía ese ruido tenías que pagar una multa por llevar peso de más. Cuanto más peso tenías más alta era la sanción. Yo no entendía a que se refería, si todos viajábamos ligero, sin cosas.

Ella me volvió a corregir. Me dijo que exceso de equipaje lo llevábamos dentro. Ese exceso de peso eran aquellas palabras bonitas que nunca dijimos por miedo a arrepentirnos. Que los abrazos que nos ahorrábamos eran los que más pesaban. Que las sonrisas que no provocamos en otros ocupaban mucho espacio y que hay que compartirlas. El resto lo entendí solo. Todo aquello que por temor a fracasar o perder no compartimos con otros también pesaba, y mucho.

Me paré justo en medio del círculo, el corazón me empezó a latir más rápido. La maquina sonó.

Despierto con el pecho frío. Son las cuatro y media de la mañana y me tengo que bañar antes de partir. Baje el elevador agitado, como un niño exhausto después de una carrera. Me despedí de la recepcionista y salí caminando a la parada del metro. Vuelvo a la Plaza del Doumo, esta vez en busca de un taxi que me lleve al aeropuerto. Traigo conmigo el equipaje que necesito.