domingo, 7 de febrero de 2016

El grito de los niños

Era el año mil novecientos ochenta y nueve cuando Greta, la esposa, después de cincuenta años de matrimonio se enteró del secreto mejor guardado de su esposo, el más celado, el que nunca contó. La revelación del secreto tuvo tal impacto sobre ella que casi se desmayó al enterarse. La respiración le faltaba y su esposo trataba de tranquilizarla...

Así empezó mi papá el relato, haciendo pausas al hablar evidenciando la fuerza que los recuerdos ejercían sobre su mente. Habíamos acordado pasar las vacaciones de Semana Santa en su casa del bosque. Mis dos hijos cansados de jugar pelota se sentaron en el columpio frente a la cabaña, dónde yo solía jugar unos treinta años atrás. Exhaustos y sin mucho que hacer empezaron a contar los puntos brillantes del cielo. Nosotros adentro llegamos a la conclusión de que los niños ya tenían edad suficiente para conocer la historia que dio vida a nuestra familia, los Meisl.



Mi esposa terminó de servir la cena. El cielo tronó asustando a los niños, que corriendo hacia dentro. Todos alrededor de la mesa mirábamos el gran festín que nos aguardaba. Hice la oración inicial y le di gracias a Dios por mi familia y por el regalo de la vida, bendije los alimentos. Al finalizar la cena y justo cuando ayudaba a mi esposa a servir el postre favorito de los niños, el abuelo cambió de tema.

    —Hay algo que debo contarles  —dijo sonriendo. Las arrugas y las canas y pecas marcadas en su rostro, cuello y manos reflejaban la cuota de una vida llena de memorias—. Es una historia sobre amor y sacrificio. Sobre riesgos, guerra y salvación.

Los ojos de ambos se abrieron de par en par como queriendo recibir un regalo inesperado. Nosotros nos sentamos a la mesa y empezamos escuchar el postre de la noche mientras comíamos del flan. Mi papá continuó:

La señora había subido al ático en busca de una vieja lampara de mesa que pudiera adornar la esquina de la casa, donde ahora se encontraba su nuevo piano. El lugar como era de esperarse, estaba lleno polvo y olor a madera vieja, a humedad, más un olor extraño. El de los secretos escondidos. Bueno, en ese entonces ella no lo sabía.

Caminó muy de cerca a los viejos muebles y cosas allí olvidados. Tenía ya un par de años de no subir allí, casi nada de lo que se encontraba en ese ático era de ella. La mayoría de cosas eran libros viejos, un par de libreras, dos mesas, alfombras y otras cosas cubiertas con bolsas y sábanas sucias, llenas de polvo, con muchos años encima. La criada, quien acompañaba a Doña Greta, divisó al fondo del ático, al lado izquierdo de la ventana algo que parecía ser una lámpara. Se paró sobre la mesa y la alcanzó, sin embargo al momento de hacerlo el maletín que estaba al lado cayó desde arriba, golpeando el piso de madera se abrió. Una diminuta nube de polvo despertó del suelo. Rápidamente Julieta bajó de la mesa para recoger los papeles del suelo y ponerlos de vuelta en el maletín, la señora se agachó a recoger algo que parecía ser fotos. Una mezcla de intriga y repulsión  la invadió al ver aquellas fotos de niños escuálidos, en su mayoría desnudos. La mirada que tenían en los ojos era de almas muertas. La criada también quedó petrificada  al ver semejantes imágenes. Junto con ellas se encontraban listas interminables con nombres, apellidos, fechas de nacimiento y direcciones. La señora pidió que guardase todo dentro del maletín. Ambas bajaron a la cocina, ya era hora de preparar la cena. Cerraron con llave el ático y salieron de allí sin lámpara, con el maletín únicamente.

Nicholas, quien había salido a cortarse el pelo con el barbero, regreso justo antes de la cena. Aunque la esposa no quiso decir nada mientras comían, era evidente que algo andaba mal. El esposo preguntó que ocurría. La señora pidió a Julieta que se retirara, que los dejara solos, los ancianos tenían que hablar. Ella no respondía a las preguntas que marido le hacía. Aunque finalmente habló.

—Hoy subí al ático en busca de la lámpara de cedro, la que te regaló John hace algunos años —hablaba preocupada.
—¿La encontraste? —preguntó de la manera más tranquila—. Hace tiempo que no subo allí.
—Encontré algo más que eso —replicó su esposa, colocando el maletín de cuero sobre la mesa.

De pronto un escalofrío recorrió todo el cuerpo de su esposo. Ella sin mayor reparo abrió el maletín y una a una fue sacando y mostrándole esas grotescas fotos en blanco y negro de niños casi muertos. Eran demasiadas fotos, demasiados nombre. El anciano titubeó tratando de negar su relación con ese maletín. Era evidente que mentía. Luego de la insistencia de su esposa por saber la verdad detrás de ese viejo maletín y al de darse cuenta  que no tenía ninguna posibilidad de evadir todos los secretos que esas fotos representaban, accedió finalmente a contarle su mayor y único secreto. Uno que guardó por más de cincuenta años.

Mi papá hizo una pausa. Se levantó por un poco más de café. Yo ya sabía de memoria la historia y mi esposa también. Ninguno de los cuatro se movió de la mesa. Esperamos que él regresara y al tomar su asiento, y dar un sorbo de café, continuó. Quería saber si sus nietos seguían el hilo de la historia y el tiempo en el que esta estaba tomando lugar.

Recuerden que estamos en el año mil novecientos ochenta y nueve cuando todo esto sucedió —dijo con mucho énfasis—. Ese maletín llevaba décadas guardado, escondido. Olvidado. Nicholas había preferido enterrar en lo profundo de su corazón el rostro de todos esos niños. Ya hasta había dejado de estar consciente acerca de la existencia de esas fotos, de esas listas.

Vencido por el destino finalmente habló:

Cuando termine mis estudios universitarios entré a trabajar en la bolsa de valores, aquí en Londres. Ese primer año fue duro, pero me gané mis vacaciones. Era diciembre de mil novecientos treinta y nueve cuando me dispuse a viajar a Suiza a esquiar, pero una semana antes de partir recibí una carta, de Blake, mi amigo. La carta no revelaba mucha información pero me dejó intrigado. Me instaba a dejar mis planes de esquiar por un lado y que tomara un tren a Checoslovaquia, a Praga. Me dijo que tenía que ver lo que estaba sucediendo allí. Su sentido de urgencia me convenció y moví mis planes. Fui a Praga.

Llegué de noche a un lugar que no conocía, como pude logré llegar a un viejo hotel de mala muerte. Suficiente para pasar la noche y descansar del mi viaje tan largo. La primera noche me costó dormir. No sabía a qué había ido a ese lugar, nada de allí me atraía y me preguntaba que era tan importante que me hizo cambiar de planes.

Al amanecer me dirigí a la cafetería más cercana. Desayune mientras ojeaba el periódico. Los conflictos en Europa cada vez eran más caóticos, nunca me había interesado la política y hasta la fecha poco me interesa. Al terminar de comer fui al parque, donde acordamos juntarnos. Blake ya me esperaba, todavía recuerdo la alegría en su rostro al verme allí, en Praga, con él, por él. Nos sentamos en la banca que estaba frente a la catedral y empezamos a hablar de nuestras vidas y lo que hacíamos. Yo estaba inquieto, quería que me dijera de una vez por todas para que me había llevado allí. Finalmente, luego de una charla de media hora sobre trivialidades me llevó al lugar que quería que viera.

El lugar al que me llevó era muy diferente a lo que hubiera esperado. Era un barrio judío, o al menos lo que quedaba de él. Los nazis habían invadido ya Checoslovaquia. Al llegar sacaron a todos los judíos de sus casas, negocios y tierras. Los habían llevado lejos de la vieja ciudad, a un especia de granja, donde se habían instalado. Todavía no existía el término “Campo de Concentración”, el lugar, claro, ya existía. Los nazis no lograron capturar a todos los judíos como ellos quisieron, cientos de ellos lograron esconderse, al menos por un tiempo. Los otros quince mil no tuvieron la misma suerte.

La primera noche me costó dormir. El resto de las catorce noches que estuve en esa ciudad no logré dormir ni una gota. La segunda noche fue la más difícil. No podía conciliar el sueño después de haber visto, desde afuera de la granja, la condición en la que vivían esas personas. Muertas. Arrastrando los pies, con la mirada triste y cansada, con el cuerpo destruido y frágil. Pero si algo me aterraba era el rostro de los niños. Pasada la media noche intentaba conciliar el sueño. Giraba de un lado para otro en mi estrecha y apestosa cama. Quería engañar al sueño o a mi mismo que más da. Sólo recuerdo cerrar los ojos para imaginarme que dormía. Estaba cansado, exhausto de tanto caminar, de tanto ver. Dolía mucho, en el pecho, en los ojos, pero también en la cabeza. Sentía que me estallaba mientras apretaba fuertemente los puños y me cubría el rostro con la sábana manchada que me tapaba. Cerraba los ojos queriendo dormir, queriendo soñar. Y sólo el rostro de los niños raquíticos, ese rostro enfermizo de esos pequeños judíos me aturdía por completo. Pero no me mal interpretes, no eran malos. Todo lo contrario. Sus miradas eran inocentes. Querían sentir esperanza pero ellos sabían que no había ninguna. Esa noche recé. Lo hice por primera vez, necesitaba encontrar una forma de hacer algo.

Justo cuando la luz de la mañana empezaba a filtrarse por las cortinas de mi pequeña habitación tuve una idea. Ya no estaba en mi cama. Hacía unas tres horas que me había rendido. Sabía que no iba a dormir. Estaba sentado la vieja mesa de madera que estaba frente a mi cama, intentando escribir, rayando el cuaderno, desesperado, buscando que hacer.

Tomé un baño frío que hizo que me olvidara del cansancio del insomnio y terminó por abrir por completo mis ojos adormecidos. Salí caminado del hotel pero pronto me encontré corriendo hacia la casa de Blake. No había tiempo para desayunar, tenía una idea y tenía que compartirla con él. Acaso tuviéramos una oportunidad de lograr algo, él lo sabría mejor. Mi amigo se asustó al verme tan demacrado y exhausto al mismo tiempo. Me sentó en su sala y antes de dejarme contar acerca de la idea me preparó un té caliente.

Le conté la idea que tenía y de como mis contactos con la bolsa de valores, quizá con un poco de suerte, nos podrían ser útiles. Teníamos que intentarlo. Escribí a Joseph, mi querido jefe con quien tenía una excelente relación. Le conté acerca de lo que sucedía en Checoslovaquia y de como los alemanes bastardos mataban a los judíos o los empujaban a la muerte al tratarlos peor que perros de la calle. Quizás no podíamos hacer algo por todos, aunque ese era mi anhelo, estaba seguro si podíamos hacer algo por los niños de Praga.

Joseph al recibir mi carta se dirigió inmediatamente al alcalde de la ciudad, quién resultó ser su cuñado. Utilizamos todos los contactos que nos fueron posibles hasta que la carta llegó al gobierno. En ella manifestaba la urgencia por salvar a esos niños. Imploraba misericordia por ellos y por el futuro que les podría deparar si no hacíamos nada al respecto. Durante los próximos trece días estuve trabajando incansablemente en la habitación del hotel, escribiendo a varios países. Incluso al presidente Franklin D. Roosvelt, por medio de la embajada norteamericana en Londres, pero un funcionario menor escribió de vuelta manifestando que Estados Unidos eran incapaz de colaborar en dicha empresa.

Sin embargo Suiza aceptó colaborar y buscarle un hogar a los niños, al igual que mi natal Gran Bretaña, pero había una objeción; yo tan solo era un civil viviendo en la habitación de un hotel en una ciudad que a nadie le importaba. Necesitaban que esa labor fuera ejercida por una organización, no por una persona. Aún así la noticia se empezó a regar dentro de las familias judías que habían logrado escapar de las manos de los nazis. Uno a uno empezaron al llegar a mi hotel y luego en grupos que se hacían más grandes. Rogando que incluyera a sus hijos en la misión que me había propuesto, querían que me los llevara a todos pero no podía. El gobierno de Suiza y Gran Bretaña había accedido a aceptar únicamente a personas menores de dieciocho años que ya tuvieran un hogar que los adoptara.


Yo muy poco podía hacer en Praga, además mis quince días de vacaciones se habían acabado. Me despedí de Blake con un largo abrazo. Lloramos juntos un momento y antes de partir le dije que siguiera recopilando por mi todo los nombre de niños que pudiera. Yo llevaba en mi maletín ya trescientos once nombres de niños destinados a morir olvidados, ahora parecía que tenían una esperanza.

Tan pronto llegué a Londres informé a mi madre sobre la situación de los Judíos en Checoslovaquia. Ella como todo ángel, accedió a ayudarme. Junto con algunos amigos muy cercanos, quienes trabajaban conmigo por las noches, fundamos la El Comité Británico para los Refugiados de Checoslovaquia, Sección para Niños. Fue así como emprendimos ese viaje de traer esos niños a un hogar. El gobierno de Checoslovaquia pedía que se pagaran cincuenta libras esterlinas para garantizar el regreso de los niños a su país cuando el caos en Praga terminara. Las familias adoptivas estuvieron de acuerdo. Estoy seguro de haber contado con el favor de Dios. La respuesta de la gente fue mucho mejor de lo que yo esperaba. Todas las noches al salir del trabajo escribía a todos los diarios, a todas las iglesias, visité a todos los sacerdotes, pastores y líderes de nuestra comunidad. Publiqué las fotos de los niños, sus edades y sus nombres. El entusiasmo de mi gente me asombró.

Para este momento Nicholas Winston ya estaba inundado en un río de lagrimas. Su esposa asombrada, sin palabras también lloraba con él. Compungida de dolor y de alegría al mismo tiempo al enterarse, cincuenta años después que el hombre que compartía cama con ella era todo un héroe. Uno anónimo, sin nombre, desconocido aún para ella. El anciano secaba las lágrimas de sus ojos con una mano mientras su esposa sujetaba con fuerza la otra mano, la que había escrito todos esos nombres de niños enfermos a punto de morir.

Es curioso, porque al mismo tiempo que mi papá narraba la historia, él mismo también lloraba al igual que mi esposa. Los niños estaban perplejos, inmóviles con el relato, todavía no entendían porqué lloraba el abuelo. Ya era hora que ellos fueran a dormir, pero ninguno mostraba señas de cansancio. Al final de todo estábamos de vacaciones y no habían clases a la mañana siguiente. Todos seguimos escuchando con atención.

Yo todavía recuerdo cuando Hitler llegó a nuestro barrio. Lo recuerdo como si hubiese sido esta mañana. Caminaba con aire prepotente frente a nosotros y esperaba que todos dijéramos “Heil Hitler”. Se pavoneaba frente a nuestra ciudad como si fuese dueña de ella y de nuestras vidas, miserables a sus ojos. Mis padres tan pronto se enteraron de la posibilidad de adopción en Londres dieron mi nombre a Nicholas. Tuve la dicha de ser uno de los primeros en esa lista y de viajar en el primer tren con destino a Gran Bretaña. En ese entonces los Nazis todavía permitían a los trenes sacar judíos, era una forma fácil de limpiar la ciudad de tanta escoria sin tener que molestarse mucho.

El trece de marzo de mil novecientos treinta y nueve fue el último día que vi a mis padres. Ambos me llevaron a la estación de Tren. Recuerdo oír a mi padre decir que serían vacaciones por dos meses. Mi madre tenía los ojos briosos, solo me abrazó y me besó la frente. Cuidate mucho fueron las últimas palabras que escuché de sus labios. Ambos sonreían tristes. Yo no entendía porque. No en ese entonces. Lo entendí después. 

La familia que me recibió en Londres era muy cariñosa y me atendieron con un hijo más de la familia. A mis diez años ya tenía muchas interrogantes, algunas tuvieron respuestas amargas después, otras siguen sin responderse hasta hoy. Pero a pesar de todo logré incorporarme con mi nueva familia, mis papás me habían enseñado bien. Desde Marzo hasta el catorce de Agosto los trenes llenos de niños estuvieron saliendo de Praga, con destino a Gran Bretaña y Suiza. El dos de Septiembre estaba previsto para partir el siguiente tren. Ya todos los niños estaban dentro del tren. Ya todos tenían un hogar listo en Suiza. Ya todos tendrían sopa caliente y un abrazo de una familia que los recibiría. Doscientos cincuenta niños, emocionados por el viaje que estaban a punto de emprender. Pero ese tren nunca  dejó Praga, nunca dejó la estación de Tren. Esa misma mañana los nazis decidieron cerrar todo paso fronterizo y la guerra contra Polonia finalmente estalló.

La gente cree que los llevaron a Auschwitz, donde otros noventa mil judíos murieron en sus campos. Entre esa multitud estaban también todos los otros cientos o miles de niños que Nicholas ya no logró salvar, los padres de ellos y los padres de los niños que ya estaban en Suiza y Londres. Tres años después que el caos había cesado, viajé a Praga. Los trenes estaban trayendo de vuelta a todos los expatriados de Siberia y Polonia. Los esperé por horas, por días y semanas enteras. Mis padres nunca regresaron.

Sin embargo, hay toda una generación de niños que logró sobrevivir gracias al enorme corazón, de un muchacho en ese entonces, que se dejó tocar por la mirada de esos niños destinados a la muerte. Seiscientos sesenta y nueve niños para ser exactos. Ese es el número de los niños que Nicholas salvó. Yo soy uno de esos niños raquíticos. El único sobreviviente de la familia Meisl. 

Todos esos niños crecimos en otros hogares, lejos de nuestra tierra, pero hemos vivido. Nunca supimos quien fue el hombre detrás de gran hazaña hasta esa tarde de mil novecientos ochenta y nueve cuando Greta, la esposa de Nicholas, encontró el maletín viejo donde guardaba los nombres y las fotos de todos aquellos niños que se atrevió a salvar. Nicholas nunca habló al respecto de eso, nunca busco la fama. Sabía que podía dormir tranquilo por que había hecho todo cuanto pudo. No fue hasta esa noche cuando él finalmente compartió con su esposa, con quien había  vivido por más de cincuenta y un años, la historia heroica de su vida y con ella su secreto.

Tan pronto como se enteró su esposa buscó en los medios de comunicación algún reportero o periodista que estuviera interesado en conocer la historia. Fue así como conocí acerca del misterioso hombre que nos sacó de ese lugar, donde íbamos a morir.

El tiempo ha pasado muy rápido. Ya pasaron más de setenta y cinco años desde esa mañana cuando partí de Praga por primera vez. He vivido de la manera más honorable que he podido. Todos los días me miro al espejo diciéndome a mi mismo: Hugo, este es un nuevo día. Vive una vida digna de ese sacrificio.

Ahora hagan ustedes lo mismo.