domingo, 7 de junio de 2015

Supongamos


Ella estaba sujetando su mano con firmeza, como queriendo fundir su palma con la suya. Él por su parte deslizaba su otra mano desde su espalda, con la facilidad de un río libre que corre en su cause, hasta llegar a su cintura.

Yo por mi parte observaba entre la multitud, en silencio. Yo no escuchaba el murmullo de la gente a mi alrededor y lo que decían, y si acaso lo llegué a escuchar lo ignoré por completo. Solo el rebote de las cuerdas de ese viejo violín me acompañaba de lejos. La delicada incandescencia de las velas facilitaban el juego de sombras. Nadie notaba el rastro de las lágrimas sobre mis mejillas.





Estoy seguro o al menos supongo esa no había sido la primera vez que se tomaban así de las manos. Pero dudo que si antes pasó así, ella haya tenido el mismo brillo de la luna en sus ojos.  Él pareciera alcanzar el cielo y sentirse por primera vez pleno. Era como si de pronto en la sonrisa llevara la fuerza de todos los cometas del espacio y muy en lo profundo de esos ojos negros supiera que ese instante era apenas sólo el comienzo.

Ahora en mis tardes melancólicas no me queda otra cosa que suponer. Suponer que el tiempo no es como lo dibujan las agujas del reloj. Que esos días que duraban horas me alcanzarán para los recuerdos en dónde me sobran las intenciones por rebuscar en ellos emociones que me son nuevas.

Me toca suponer que las flores que le di fueron suficientes para hacer de su corazón fértil un jardín de rosas de colores. Quiero suponer que el aroma que tengan mis recuerdos en sus ojos la embriagan de paz y esperanza.

Mis domingos por la tarde son de música. Ella ahora no baila conmigo, al menos no como en el pasado. Bailan conmigo ahora sólo mis recuerdos dichosos en esta amplia y vacía sala.

Cuando siente miedo ya no es mi boca la que escucha susurrándole al oído. Ahora escucha a otra voz. Sin embargo le quedan esas memorias mías que aún conserva, las que le hablan por mi. Su nuevo hogar son otros brazos que sujetan más fuerte que yo y es así como debe ser.

Quizás sea por eso que esa noche, hace ya dos años,  en la orilla de la playa ella sujetaba su mano con firmeza, como queriendose  fundir con la suya. Él por su parte deslizaba su otra mano desde su espalda, con la facilidad de un río libre que corre en su cause, hasta llegar a su cintura.

Yo tenía el corazón ensanchado de una emoción ardiente. La delicada incandescencia de las velas facilitaban el juego de sombras. Nadie notaba el rastro de esa alegría líquida que me recorría el rostro. De manera muy gentil borre las lágrimas de mis ojos. Ella debía saber que estaba orgulloso. Debía saber que estaba feliz. Hoy estoy aquí sonriendo, como esa noche.

Hoy mi sonrisa es mucho más grande. Tiene el peso de una nieta.