domingo, 7 de febrero de 2016

El grito de los niños

Era el año mil novecientos ochenta y nueve cuando Greta, la esposa, después de cincuenta años de matrimonio se enteró del secreto mejor guardado de su esposo, el más celado, el que nunca contó. La revelación del secreto tuvo tal impacto sobre ella que casi se desmayó al enterarse. La respiración le faltaba y su esposo trataba de tranquilizarla...

Así empezó mi papá el relato, haciendo pausas al hablar evidenciando la fuerza que los recuerdos ejercían sobre su mente. Habíamos acordado pasar las vacaciones de Semana Santa en su casa del bosque. Mis dos hijos cansados de jugar pelota se sentaron en el columpio frente a la cabaña, dónde yo solía jugar unos treinta años atrás. Exhaustos y sin mucho que hacer empezaron a contar los puntos brillantes del cielo. Nosotros adentro llegamos a la conclusión de que los niños ya tenían edad suficiente para conocer la historia que dio vida a nuestra familia, los Meisl.



Mi esposa terminó de servir la cena. El cielo tronó asustando a los niños, que corriendo hacia dentro. Todos alrededor de la mesa mirábamos el gran festín que nos aguardaba. Hice la oración inicial y le di gracias a Dios por mi familia y por el regalo de la vida, bendije los alimentos. Al finalizar la cena y justo cuando ayudaba a mi esposa a servir el postre favorito de los niños, el abuelo cambió de tema.

    —Hay algo que debo contarles  —dijo sonriendo. Las arrugas y las canas y pecas marcadas en su rostro, cuello y manos reflejaban la cuota de una vida llena de memorias—. Es una historia sobre amor y sacrificio. Sobre riesgos, guerra y salvación.

Los ojos de ambos se abrieron de par en par como queriendo recibir un regalo inesperado. Nosotros nos sentamos a la mesa y empezamos escuchar el postre de la noche mientras comíamos del flan. Mi papá continuó:

La señora había subido al ático en busca de una vieja lampara de mesa que pudiera adornar la esquina de la casa, donde ahora se encontraba su nuevo piano. El lugar como era de esperarse, estaba lleno polvo y olor a madera vieja, a humedad, más un olor extraño. El de los secretos escondidos. Bueno, en ese entonces ella no lo sabía.

Caminó muy de cerca a los viejos muebles y cosas allí olvidados. Tenía ya un par de años de no subir allí, casi nada de lo que se encontraba en ese ático era de ella. La mayoría de cosas eran libros viejos, un par de libreras, dos mesas, alfombras y otras cosas cubiertas con bolsas y sábanas sucias, llenas de polvo, con muchos años encima. La criada, quien acompañaba a Doña Greta, divisó al fondo del ático, al lado izquierdo de la ventana algo que parecía ser una lámpara. Se paró sobre la mesa y la alcanzó, sin embargo al momento de hacerlo el maletín que estaba al lado cayó desde arriba, golpeando el piso de madera se abrió. Una diminuta nube de polvo despertó del suelo. Rápidamente Julieta bajó de la mesa para recoger los papeles del suelo y ponerlos de vuelta en el maletín, la señora se agachó a recoger algo que parecía ser fotos. Una mezcla de intriga y repulsión  la invadió al ver aquellas fotos de niños escuálidos, en su mayoría desnudos. La mirada que tenían en los ojos era de almas muertas. La criada también quedó petrificada  al ver semejantes imágenes. Junto con ellas se encontraban listas interminables con nombres, apellidos, fechas de nacimiento y direcciones. La señora pidió que guardase todo dentro del maletín. Ambas bajaron a la cocina, ya era hora de preparar la cena. Cerraron con llave el ático y salieron de allí sin lámpara, con el maletín únicamente.

Nicholas, quien había salido a cortarse el pelo con el barbero, regreso justo antes de la cena. Aunque la esposa no quiso decir nada mientras comían, era evidente que algo andaba mal. El esposo preguntó que ocurría. La señora pidió a Julieta que se retirara, que los dejara solos, los ancianos tenían que hablar. Ella no respondía a las preguntas que marido le hacía. Aunque finalmente habló.

—Hoy subí al ático en busca de la lámpara de cedro, la que te regaló John hace algunos años —hablaba preocupada.
—¿La encontraste? —preguntó de la manera más tranquila—. Hace tiempo que no subo allí.
—Encontré algo más que eso —replicó su esposa, colocando el maletín de cuero sobre la mesa.

De pronto un escalofrío recorrió todo el cuerpo de su esposo. Ella sin mayor reparo abrió el maletín y una a una fue sacando y mostrándole esas grotescas fotos en blanco y negro de niños casi muertos. Eran demasiadas fotos, demasiados nombre. El anciano titubeó tratando de negar su relación con ese maletín. Era evidente que mentía. Luego de la insistencia de su esposa por saber la verdad detrás de ese viejo maletín y al de darse cuenta  que no tenía ninguna posibilidad de evadir todos los secretos que esas fotos representaban, accedió finalmente a contarle su mayor y único secreto. Uno que guardó por más de cincuenta años.

Mi papá hizo una pausa. Se levantó por un poco más de café. Yo ya sabía de memoria la historia y mi esposa también. Ninguno de los cuatro se movió de la mesa. Esperamos que él regresara y al tomar su asiento, y dar un sorbo de café, continuó. Quería saber si sus nietos seguían el hilo de la historia y el tiempo en el que esta estaba tomando lugar.

Recuerden que estamos en el año mil novecientos ochenta y nueve cuando todo esto sucedió —dijo con mucho énfasis—. Ese maletín llevaba décadas guardado, escondido. Olvidado. Nicholas había preferido enterrar en lo profundo de su corazón el rostro de todos esos niños. Ya hasta había dejado de estar consciente acerca de la existencia de esas fotos, de esas listas.

Vencido por el destino finalmente habló:

Cuando termine mis estudios universitarios entré a trabajar en la bolsa de valores, aquí en Londres. Ese primer año fue duro, pero me gané mis vacaciones. Era diciembre de mil novecientos treinta y nueve cuando me dispuse a viajar a Suiza a esquiar, pero una semana antes de partir recibí una carta, de Blake, mi amigo. La carta no revelaba mucha información pero me dejó intrigado. Me instaba a dejar mis planes de esquiar por un lado y que tomara un tren a Checoslovaquia, a Praga. Me dijo que tenía que ver lo que estaba sucediendo allí. Su sentido de urgencia me convenció y moví mis planes. Fui a Praga.

Llegué de noche a un lugar que no conocía, como pude logré llegar a un viejo hotel de mala muerte. Suficiente para pasar la noche y descansar del mi viaje tan largo. La primera noche me costó dormir. No sabía a qué había ido a ese lugar, nada de allí me atraía y me preguntaba que era tan importante que me hizo cambiar de planes.

Al amanecer me dirigí a la cafetería más cercana. Desayune mientras ojeaba el periódico. Los conflictos en Europa cada vez eran más caóticos, nunca me había interesado la política y hasta la fecha poco me interesa. Al terminar de comer fui al parque, donde acordamos juntarnos. Blake ya me esperaba, todavía recuerdo la alegría en su rostro al verme allí, en Praga, con él, por él. Nos sentamos en la banca que estaba frente a la catedral y empezamos a hablar de nuestras vidas y lo que hacíamos. Yo estaba inquieto, quería que me dijera de una vez por todas para que me había llevado allí. Finalmente, luego de una charla de media hora sobre trivialidades me llevó al lugar que quería que viera.

El lugar al que me llevó era muy diferente a lo que hubiera esperado. Era un barrio judío, o al menos lo que quedaba de él. Los nazis habían invadido ya Checoslovaquia. Al llegar sacaron a todos los judíos de sus casas, negocios y tierras. Los habían llevado lejos de la vieja ciudad, a un especia de granja, donde se habían instalado. Todavía no existía el término “Campo de Concentración”, el lugar, claro, ya existía. Los nazis no lograron capturar a todos los judíos como ellos quisieron, cientos de ellos lograron esconderse, al menos por un tiempo. Los otros quince mil no tuvieron la misma suerte.

La primera noche me costó dormir. El resto de las catorce noches que estuve en esa ciudad no logré dormir ni una gota. La segunda noche fue la más difícil. No podía conciliar el sueño después de haber visto, desde afuera de la granja, la condición en la que vivían esas personas. Muertas. Arrastrando los pies, con la mirada triste y cansada, con el cuerpo destruido y frágil. Pero si algo me aterraba era el rostro de los niños. Pasada la media noche intentaba conciliar el sueño. Giraba de un lado para otro en mi estrecha y apestosa cama. Quería engañar al sueño o a mi mismo que más da. Sólo recuerdo cerrar los ojos para imaginarme que dormía. Estaba cansado, exhausto de tanto caminar, de tanto ver. Dolía mucho, en el pecho, en los ojos, pero también en la cabeza. Sentía que me estallaba mientras apretaba fuertemente los puños y me cubría el rostro con la sábana manchada que me tapaba. Cerraba los ojos queriendo dormir, queriendo soñar. Y sólo el rostro de los niños raquíticos, ese rostro enfermizo de esos pequeños judíos me aturdía por completo. Pero no me mal interpretes, no eran malos. Todo lo contrario. Sus miradas eran inocentes. Querían sentir esperanza pero ellos sabían que no había ninguna. Esa noche recé. Lo hice por primera vez, necesitaba encontrar una forma de hacer algo.

Justo cuando la luz de la mañana empezaba a filtrarse por las cortinas de mi pequeña habitación tuve una idea. Ya no estaba en mi cama. Hacía unas tres horas que me había rendido. Sabía que no iba a dormir. Estaba sentado la vieja mesa de madera que estaba frente a mi cama, intentando escribir, rayando el cuaderno, desesperado, buscando que hacer.

Tomé un baño frío que hizo que me olvidara del cansancio del insomnio y terminó por abrir por completo mis ojos adormecidos. Salí caminado del hotel pero pronto me encontré corriendo hacia la casa de Blake. No había tiempo para desayunar, tenía una idea y tenía que compartirla con él. Acaso tuviéramos una oportunidad de lograr algo, él lo sabría mejor. Mi amigo se asustó al verme tan demacrado y exhausto al mismo tiempo. Me sentó en su sala y antes de dejarme contar acerca de la idea me preparó un té caliente.

Le conté la idea que tenía y de como mis contactos con la bolsa de valores, quizá con un poco de suerte, nos podrían ser útiles. Teníamos que intentarlo. Escribí a Joseph, mi querido jefe con quien tenía una excelente relación. Le conté acerca de lo que sucedía en Checoslovaquia y de como los alemanes bastardos mataban a los judíos o los empujaban a la muerte al tratarlos peor que perros de la calle. Quizás no podíamos hacer algo por todos, aunque ese era mi anhelo, estaba seguro si podíamos hacer algo por los niños de Praga.

Joseph al recibir mi carta se dirigió inmediatamente al alcalde de la ciudad, quién resultó ser su cuñado. Utilizamos todos los contactos que nos fueron posibles hasta que la carta llegó al gobierno. En ella manifestaba la urgencia por salvar a esos niños. Imploraba misericordia por ellos y por el futuro que les podría deparar si no hacíamos nada al respecto. Durante los próximos trece días estuve trabajando incansablemente en la habitación del hotel, escribiendo a varios países. Incluso al presidente Franklin D. Roosvelt, por medio de la embajada norteamericana en Londres, pero un funcionario menor escribió de vuelta manifestando que Estados Unidos eran incapaz de colaborar en dicha empresa.

Sin embargo Suiza aceptó colaborar y buscarle un hogar a los niños, al igual que mi natal Gran Bretaña, pero había una objeción; yo tan solo era un civil viviendo en la habitación de un hotel en una ciudad que a nadie le importaba. Necesitaban que esa labor fuera ejercida por una organización, no por una persona. Aún así la noticia se empezó a regar dentro de las familias judías que habían logrado escapar de las manos de los nazis. Uno a uno empezaron al llegar a mi hotel y luego en grupos que se hacían más grandes. Rogando que incluyera a sus hijos en la misión que me había propuesto, querían que me los llevara a todos pero no podía. El gobierno de Suiza y Gran Bretaña había accedido a aceptar únicamente a personas menores de dieciocho años que ya tuvieran un hogar que los adoptara.


Yo muy poco podía hacer en Praga, además mis quince días de vacaciones se habían acabado. Me despedí de Blake con un largo abrazo. Lloramos juntos un momento y antes de partir le dije que siguiera recopilando por mi todo los nombre de niños que pudiera. Yo llevaba en mi maletín ya trescientos once nombres de niños destinados a morir olvidados, ahora parecía que tenían una esperanza.

Tan pronto llegué a Londres informé a mi madre sobre la situación de los Judíos en Checoslovaquia. Ella como todo ángel, accedió a ayudarme. Junto con algunos amigos muy cercanos, quienes trabajaban conmigo por las noches, fundamos la El Comité Británico para los Refugiados de Checoslovaquia, Sección para Niños. Fue así como emprendimos ese viaje de traer esos niños a un hogar. El gobierno de Checoslovaquia pedía que se pagaran cincuenta libras esterlinas para garantizar el regreso de los niños a su país cuando el caos en Praga terminara. Las familias adoptivas estuvieron de acuerdo. Estoy seguro de haber contado con el favor de Dios. La respuesta de la gente fue mucho mejor de lo que yo esperaba. Todas las noches al salir del trabajo escribía a todos los diarios, a todas las iglesias, visité a todos los sacerdotes, pastores y líderes de nuestra comunidad. Publiqué las fotos de los niños, sus edades y sus nombres. El entusiasmo de mi gente me asombró.

Para este momento Nicholas Winston ya estaba inundado en un río de lagrimas. Su esposa asombrada, sin palabras también lloraba con él. Compungida de dolor y de alegría al mismo tiempo al enterarse, cincuenta años después que el hombre que compartía cama con ella era todo un héroe. Uno anónimo, sin nombre, desconocido aún para ella. El anciano secaba las lágrimas de sus ojos con una mano mientras su esposa sujetaba con fuerza la otra mano, la que había escrito todos esos nombres de niños enfermos a punto de morir.

Es curioso, porque al mismo tiempo que mi papá narraba la historia, él mismo también lloraba al igual que mi esposa. Los niños estaban perplejos, inmóviles con el relato, todavía no entendían porqué lloraba el abuelo. Ya era hora que ellos fueran a dormir, pero ninguno mostraba señas de cansancio. Al final de todo estábamos de vacaciones y no habían clases a la mañana siguiente. Todos seguimos escuchando con atención.

Yo todavía recuerdo cuando Hitler llegó a nuestro barrio. Lo recuerdo como si hubiese sido esta mañana. Caminaba con aire prepotente frente a nosotros y esperaba que todos dijéramos “Heil Hitler”. Se pavoneaba frente a nuestra ciudad como si fuese dueña de ella y de nuestras vidas, miserables a sus ojos. Mis padres tan pronto se enteraron de la posibilidad de adopción en Londres dieron mi nombre a Nicholas. Tuve la dicha de ser uno de los primeros en esa lista y de viajar en el primer tren con destino a Gran Bretaña. En ese entonces los Nazis todavía permitían a los trenes sacar judíos, era una forma fácil de limpiar la ciudad de tanta escoria sin tener que molestarse mucho.

El trece de marzo de mil novecientos treinta y nueve fue el último día que vi a mis padres. Ambos me llevaron a la estación de Tren. Recuerdo oír a mi padre decir que serían vacaciones por dos meses. Mi madre tenía los ojos briosos, solo me abrazó y me besó la frente. Cuidate mucho fueron las últimas palabras que escuché de sus labios. Ambos sonreían tristes. Yo no entendía porque. No en ese entonces. Lo entendí después. 

La familia que me recibió en Londres era muy cariñosa y me atendieron con un hijo más de la familia. A mis diez años ya tenía muchas interrogantes, algunas tuvieron respuestas amargas después, otras siguen sin responderse hasta hoy. Pero a pesar de todo logré incorporarme con mi nueva familia, mis papás me habían enseñado bien. Desde Marzo hasta el catorce de Agosto los trenes llenos de niños estuvieron saliendo de Praga, con destino a Gran Bretaña y Suiza. El dos de Septiembre estaba previsto para partir el siguiente tren. Ya todos los niños estaban dentro del tren. Ya todos tenían un hogar listo en Suiza. Ya todos tendrían sopa caliente y un abrazo de una familia que los recibiría. Doscientos cincuenta niños, emocionados por el viaje que estaban a punto de emprender. Pero ese tren nunca  dejó Praga, nunca dejó la estación de Tren. Esa misma mañana los nazis decidieron cerrar todo paso fronterizo y la guerra contra Polonia finalmente estalló.

La gente cree que los llevaron a Auschwitz, donde otros noventa mil judíos murieron en sus campos. Entre esa multitud estaban también todos los otros cientos o miles de niños que Nicholas ya no logró salvar, los padres de ellos y los padres de los niños que ya estaban en Suiza y Londres. Tres años después que el caos había cesado, viajé a Praga. Los trenes estaban trayendo de vuelta a todos los expatriados de Siberia y Polonia. Los esperé por horas, por días y semanas enteras. Mis padres nunca regresaron.

Sin embargo, hay toda una generación de niños que logró sobrevivir gracias al enorme corazón, de un muchacho en ese entonces, que se dejó tocar por la mirada de esos niños destinados a la muerte. Seiscientos sesenta y nueve niños para ser exactos. Ese es el número de los niños que Nicholas salvó. Yo soy uno de esos niños raquíticos. El único sobreviviente de la familia Meisl. 

Todos esos niños crecimos en otros hogares, lejos de nuestra tierra, pero hemos vivido. Nunca supimos quien fue el hombre detrás de gran hazaña hasta esa tarde de mil novecientos ochenta y nueve cuando Greta, la esposa de Nicholas, encontró el maletín viejo donde guardaba los nombres y las fotos de todos aquellos niños que se atrevió a salvar. Nicholas nunca habló al respecto de eso, nunca busco la fama. Sabía que podía dormir tranquilo por que había hecho todo cuanto pudo. No fue hasta esa noche cuando él finalmente compartió con su esposa, con quien había  vivido por más de cincuenta y un años, la historia heroica de su vida y con ella su secreto.

Tan pronto como se enteró su esposa buscó en los medios de comunicación algún reportero o periodista que estuviera interesado en conocer la historia. Fue así como conocí acerca del misterioso hombre que nos sacó de ese lugar, donde íbamos a morir.

El tiempo ha pasado muy rápido. Ya pasaron más de setenta y cinco años desde esa mañana cuando partí de Praga por primera vez. He vivido de la manera más honorable que he podido. Todos los días me miro al espejo diciéndome a mi mismo: Hugo, este es un nuevo día. Vive una vida digna de ese sacrificio.

Ahora hagan ustedes lo mismo.






jueves, 20 de agosto de 2015

No te enamores








Cuando te enamores recuerda hacerlo sin darte cuenta cómo o cuándo. Procura evitar enamorarte de un hombre raro. Esos que están lejos de ser promedio. Que se levantan cada mañana buscado conquistar una causa más grande que ellos mismos. No te enamores de un hombre que está dispuesto a pelar por lo que quiere. Ya solo saber lo que alguien quiere no es suficiente. Las mujeres como tú saben que eso no alcanza.
No te enamores de un hombre que mire a los ojos sin titubear. Uno que apriete las manos fuerte para dar seguridad, pero con toda la gentileza que una dama merece.
Cuando te enamores recuerda hacerlo sin darte cuenta cómo o cuándo. Procura evitar enamorarte de un hombre que deteste pasar largas horas frente al televisor. No te enamores de un hombre que no pueda vivir sin libros. Uno que sea tan anticuado como para amar la poesía y encuentre en ella la expresión máxima del lenguaje. Cuida de no enamorarte de un hombre que sepa que cuando son acompañadas por acciones, las palabras tienen el poder infinito para tocar y abrazar el alma.
No te enamores de un hombre que escriba. Uno que sepa decir las palabras precisas que no sabías que siempre quisiste escuchar. No te enamores de un hombre que ame conversar. Hablo de esos con los que puedes hablar cualquier tipo de tontería y luego abordar conversaciones serias y profundas.
Cuida de no enamorarte de un hombre que sepa hacerte reír. Uno que te enseñe a volar más alto que tus miedos e inseguridades. No te enamores de un hombre que desafíe tu fe y rete a creer por más.
Procura no enamorarte de un hombre imperfecto. Uno que lucha con sus propios dragones y fantasmas todos los días. No te enamores de un hombre que conozca sus miedos y no los esconda. Hablo de los que entienden sus limitaciones y aún así deciden ignorarlas porque saben que no hay nada imposible para el que cree.
No te enamores de un hombre que emprendió su propio viaje, porque la incertidumbre lo ha de acompañar siempre. Es demasiado inquieto como para abrazar la rutina. El camino que escogió recorrer es largo. Sin embargo siempre habrá un lugar para dos.
No te enamores de un hombre que hace de su vida toda una aventura. Uno que no tiene todas las cartas, pero que sabe usar las que la vida le dio.
No te enamores de un hombre que no deja de ser un niño que sabe reírse de si mismo y que hace reír a los demás. Cuida de no enamorarte de un hombre generoso que busca la justicia.
No te enamores de un hombre loco y atrevido. Uno que se embriague con los colores del atardecer. No te enamores de un hombre que sienta una fascinación por las estrellas y el cielo. Que ame caminar entre árboles. No te enamores de un hombre que abrace en silencio. Sabrá decirte muchas cosas sin hablar.
Cuida de no admirarlo demasiado porque cuando lo hallas hecho y sin haberte dado cuenta de cómo o cuándo, ya te habrás enamorado, y de hombres cómo él no se regresa.



domingo, 7 de junio de 2015

Supongamos


Ella estaba sujetando su mano con firmeza, como queriendo fundir su palma con la suya. Él por su parte deslizaba su otra mano desde su espalda, con la facilidad de un río libre que corre en su cause, hasta llegar a su cintura.

Yo por mi parte observaba entre la multitud, en silencio. Yo no escuchaba el murmullo de la gente a mi alrededor y lo que decían, y si acaso lo llegué a escuchar lo ignoré por completo. Solo el rebote de las cuerdas de ese viejo violín me acompañaba de lejos. La delicada incandescencia de las velas facilitaban el juego de sombras. Nadie notaba el rastro de las lágrimas sobre mis mejillas.





Estoy seguro o al menos supongo esa no había sido la primera vez que se tomaban así de las manos. Pero dudo que si antes pasó así, ella haya tenido el mismo brillo de la luna en sus ojos.  Él pareciera alcanzar el cielo y sentirse por primera vez pleno. Era como si de pronto en la sonrisa llevara la fuerza de todos los cometas del espacio y muy en lo profundo de esos ojos negros supiera que ese instante era apenas sólo el comienzo.

Ahora en mis tardes melancólicas no me queda otra cosa que suponer. Suponer que el tiempo no es como lo dibujan las agujas del reloj. Que esos días que duraban horas me alcanzarán para los recuerdos en dónde me sobran las intenciones por rebuscar en ellos emociones que me son nuevas.

Me toca suponer que las flores que le di fueron suficientes para hacer de su corazón fértil un jardín de rosas de colores. Quiero suponer que el aroma que tengan mis recuerdos en sus ojos la embriagan de paz y esperanza.

Mis domingos por la tarde son de música. Ella ahora no baila conmigo, al menos no como en el pasado. Bailan conmigo ahora sólo mis recuerdos dichosos en esta amplia y vacía sala.

Cuando siente miedo ya no es mi boca la que escucha susurrándole al oído. Ahora escucha a otra voz. Sin embargo le quedan esas memorias mías que aún conserva, las que le hablan por mi. Su nuevo hogar son otros brazos que sujetan más fuerte que yo y es así como debe ser.

Quizás sea por eso que esa noche, hace ya dos años,  en la orilla de la playa ella sujetaba su mano con firmeza, como queriendose  fundir con la suya. Él por su parte deslizaba su otra mano desde su espalda, con la facilidad de un río libre que corre en su cause, hasta llegar a su cintura.

Yo tenía el corazón ensanchado de una emoción ardiente. La delicada incandescencia de las velas facilitaban el juego de sombras. Nadie notaba el rastro de esa alegría líquida que me recorría el rostro. De manera muy gentil borre las lágrimas de mis ojos. Ella debía saber que estaba orgulloso. Debía saber que estaba feliz. Hoy estoy aquí sonriendo, como esa noche.

Hoy mi sonrisa es mucho más grande. Tiene el peso de una nieta.


domingo, 31 de mayo de 2015

El color del Silencio



Como Martín no estaba dispuesto a responder, ella, después de observarlo fríamente, fue a coger su sombrero. Él, contra todo pronóstico, permaneció de pie, inerte.

No era la primera vez que tenía este tipo de conversación, si acaso un monólogo y un par de monosílabas de respuesta pueden hacer una charla decente. Era más fácil esperar granizo en otoño que su pretendiente la sorprendiera. Sin embargo Martín no se perdería por nada el acto de Ballet de Elena. 

Al salir del banco sin falta cada viernes  a las ocho de la noche era el primero en entrar para ocupar la primera fila del teatro. Su fascinación era verla bailar con tanta delicadeza y exactitud. Esto habría sido lo más cerca a tocar como Mozart o Frédéric Chopin. Como si eso no le bastará a la vida, Elena también cantaba, escucharla era tan fresco como una leve llovizna en verano. Lo tenía casi todo.

Esa noche de octubre, como ya era de costumbre al finalizar cada presentación, fueron al Café Margot. Caminaban por las amplias calles de Buenos Aires. El cielo era oscuro y de nubes ausentes. Elena en silencio se ajustaba los guantes. Martín sabía que ella necesitaba saber que pasaba dentro de él. Sabía que todas las cosas en la vida tiene una fecha de caducidad y a él no le quedaba mucho tiempo.

—Pasen adelante. —el portero abrió la puerta. Ambos entraron a sentarse a la misma mesa de siempre.

Elena, que ya no se podía contener más, habló. Esa noche estaba decidida, tenía que saber que pasaba entre ambos.

—Yo ya no sé si podemos seguir así. 
—Me duele no hacerte feliz —dijo pausadamente—. No sé que debo hacer.

La muchacha dejó escapar un suspiro. El mesero sirvió el café a ambos, en silencio. Logró notar algo diferente esa noche. Al ver que ninguno de los dos decía palabra alguna, sonriendo se retiró.
—Martín, ¿Vos querés que lo diga yo? —preguntó con cierto enfado. 

Elena había resuelto tomar la iniciativa. Sí eso no fuera suficiente esa noche sabría que sería en vano esperar algo de él. Martín no respondió. Elena inhalando lentamente y sujetando las manos húmedas de su amado, continuó.

—Soy la respuesta a esa pregunta que no te atrevés a hacer. —apretándole las manos se encogió de hombros—. Te miro a los ojos y estoy en ellos. ¿Por qué no puedo estar en tu boca y tus actos?
—Quisiera ver las cosas más claras. Todo es oscuro y no logro encontrar el camino para avanzar.
—Tengo estrellas de respuesta para cuándo la noche sea tu pregunta.

Finalmente una sonrisa diminuta apareció en el rostro de Martín. Sabía que tenía un esperanza, aunque él ya había tomado una decisión.
—Creo que es mejor que nos dejemos de ver por un tiempo —trató de decirlo como que si no le afectara—. Creo que ya no iré a escucharte cantar y a verte bailar.

Elena le soltó las manos. No podía creer lo que estaba escuchando.
—Cuando dejés de escucharme cantar te va a dar frío.

La muchacha exhaló un pesar amargo. La velada se había terminado, casi igual que siempre. El banquero acompañó a la muchacha a su apartamento, con un tímido y torpe beso en la frente se despidió de ella.
El mes que acordaron no verse fue una eternidad tan efímera. Martín hubiera querido tener más tiempo para tomar su decisión. Ésta era la definitiva y necesitaba todo el tiempo que los relojes y los calendarios pudieran ofrecerle. Elena por su parte ya no sabía que esperar. Quería renunciar a él por completo, pero no podía. 

Se había hecho así misma una promesa. Un último mes, solo uno. El último. Martín dejó de acompañarla los viernes por la noche, necesitaba el tiempo y su espacio para  saber que hacer con eso tan fuerte que tenía adentro. Eso que sentía por Elena, la muchacha que acariciaba su entorno al bailar como la espuma del mar acaricia la orilla.


La noche de noviembre llegó, y tal y como lo habían pactado. Ambos se encontrarían en el Café de siempre, después de la presentación de Elena. Al dar las seis de la tarde Martín se dirigió a su casa, necesitaba una ducha caliente y relajarse antes de hacerle saber su decisión. Elena fue la primera en llegar. El portero se sorprendió al ver a la muchacha llegar sin compañía. 

A él no le extrañara que no llegará con Martín, después de todo el banquero era un boludo y no se merecía estar al lado de una muchacha tan guapa. Al portero le extrañaba que Elena no llegará con alguien más, con otro pretendiente. Cualquiera hubiera pagado incluso por un pedazo de cielo por tomarla de la mano.

Elena se sentó en la mesa y esperó. Después de media hora pidió un café. Si alguna virtud tenía Martín era su puntualidad. Es por eso que Elena no dudaba que fuera la respuesta que le diera Martín, él había prometido estar allí a las ocho de la noche ese viernes, con el corazón resuelto. Pero no fue así no llegó.


Martín salió de la ducha, rapidamente se cambió y como tenía tiempo de sobra pensó que sería una buena idea caminar desde su casa hasta el Café Margot. Se tronaba los dedos, empuñaba la mano y balbuceaba algunas palabras como ensayando lo que estaba por decir. Había caminado unas doce cuadras cuando dobló en la esquina derecha, buscando un atajo con tal de llegar a tiempo, antes del tiempo estipulado. Era mejor así, estaría menos nervioso. Justo cuando pasaba debajo de graderío y en medio de la oscuridad escuchó a alguien pronunciar su nombre con burla.

—¿No sabés que es de mal gusto entrar en la propiedad ajena?
Un drogadicto se acercaba a él con un cuchillo en mano. Caminó lentamente hacia Martín que temblaba de pánico. El asaltante colocó el cuchillo en el cuello de Martín y con un aliento putrefacto habló.

 —Sos muy poca cosa para Elena.

Inmediatamente Martín ató cabos. Era Ivan, el viejo compañero de secundaria de Elena.  Un perdedor que nunca había sido correspondido por ella. Uno que nunca la había olvidado. Uno que odiaba a Martín más que nada.

Elena por el otro lado, resignada esperaba los últimos cinco minutos en silencio. La ausencia de su sonrisa era el producto de otra voluntad. Una cobarde, huérfana de hombría.

Martín entró corriendo, agitado. Sudando frío, con el pecho hirviendo. Tenía sangre salpicada en el rostro y en las manos. Elena quedo petrificada ante tal escena. Martín se acercó a ella.

—Perdonáme por no haber luchado antes por ti —hizo una pausa, hablaba con dificultad y le costaba respirar. Llevó sus manos ensangrentadas al rostro de Elena y continuó—. No tengo la fuerza para lanzar una piedra que alcance la luna pero mis manos pueden tocarla. Te amo.

Afuera se escuchaba una sirena. Cada vez más cerca, su sonido cada vez más fuerte.

—Es la policia. Vienen por mi.




miércoles, 20 de mayo de 2015

Las Historias de Sarti

En cama y con fiebre, sudando y sin poder hablar, así se despedía del reino y de su lugar en la tierra, la princesa Uri.
Encantada por un hechizo de la bruja del bosque, acongojada por las voces que la atormentaban, deliraba en una pesadilla de la cual no podía despertar.

Sarti entró corriendo a su habitación, con el pecho agitado se acercó a la princesa, hundió sus dedos en su pelo con cálida gentileza y susurrándole al oído dijo: Estoy aquí.

Uri era la única hija del Rey, a este no le nacieron hijos y por lo tanto ella era la heredera al trono de las tierras de Calu. Hacía una semana que había caído en cama, no podía dormir a causa del insomnio del encanto de la bruja. Todos los médicos y magos del palacio lo habían intentado todo, casi. No fue hasta que Nomi, la nana de la princesa tomó el atrevimiento de pedir que llamaran a su amigo, el hijo del general del ejercito, el que estaba en la pelea. Fue así como este la liberó de su encanto.

Sarti y la princesa era amigos desde muy pequeños, el general era el mejor amigo del Rey y por ende la amistad desde niños resultó muy fácil.

 ––¿Lo extraña mucho? ––preguntó la nana.
   ––Extraño caminar por los tejados del palacio con él, a escondidas ––respondió Uri––. No tengo que comportarme como una princesa.
   ––Eso fue hace mucho tiempo, cuando apenas era unos críos  ––la corrigió su nana.
Nomi había cuidado a Uri desde pequeña, desde el día que ella nació y la reina se despidió con un suspiro en el parto.
   ––Acostarme sobre las tejas frias y hablar con él viendo el cielo púrpura era mi época favorita del año.  Esas eran noches cálidas. Hablar con él era mi mejor escondite.––a Uri se le escapaba un suspiro–– Como extraño esos segundos que nos duraban horas.
   ––¿Qué cosas le decía? ––le preguntó la nana con curiosidad.
   ––Nada que te incuba ––la princesa sonreía––. Tan solo te dire que yo era hoja y él me hizo bosque.

Durante muchos veranos e inviernos vieron juntos el cielo púrpura por las noches, a escondidas de todos. Uri cantaba canciones para Sarti. Uri guardaba el secreto del hijo del general. Éste se inventaba historias para ella. Nadie en el reino lo sabía, nadie tenía que saberlo. Las historias de Sarti eran infantiles y aunque no encajaban en su perfil de futuro guerrero, Uri lo disfrutaba, eso era todo lo importaba debajo de la luna.

Los años pasaron y los niños crecieron y cada quien cumplía su papel en el reino. Sarti dejó el palacio y se unió al ejercito. Salía valiente a luchar, hasta ese día que tuvo que regresar, su amiga, la que amaba el cielo, estaba muriendo. El rey ya era anciano sin embargo tenía un corazón de león, había luchado contra dragones  y enemigos fuertes. Parecía que nada podía quebrarlo hasta que alguien intentó matar a la niña de sus ojos. Uri.

Sarti entró corriendo a su habitación, con el pecho agitado se acercó a la princesa, hundió sus dedos en su pelo con cálida gentileza y susurrándole al oído dijo: Estoy aquí.

Entre un llanto en silencio, se empezaba a despedir de ella. Le apretaba la mano como recordándole que todavía estaba viva. Seguramente la princesa no sobreviviría una noche más. Fue entonces como él hijo del general se despidió de ella con una última historia, quizás las voces que la atormentaban fueran más fuertes, pero tenía que intentarlo.

— Había una vez un conejito que le gustaba comer flores silvestres ––Sarti sentado en la cama de la princesa, la sostenía mientras ella con escalofríos y agitada por las voces que la atormentaban se recostaba en el pecho del muchacho. Sarti continuo––. Cada día corría de un lado para otro, su mejor amigo era el oso pardo. Todos los días tenía una pregunta para su compañero, quien trataba de responderlas como podía.

Cierto día de Primavera el conejito le hizo una pregunta a su amigo: ¿De qué color es el arco iris cuando duerme?
El oso no sabía que contestar, cada día las preguntas del conejito eran más difíciles, sin embargo el oso hizo su mayor esfuerzo por buscar una respuesta y contestó: Tienen el mismo color que las estrellas durante el día.

El conejito no entendía lo que su amigo decía entonces replicó: Las estrellas no salen de día, solo las dejan salir de noche. El oso pardo le respondió con una pregunta: ¿De qué color son las estrellas de noche? El conejito pensó por un momento su respuesta, cuando estuvo listo dijo: Luego de ver las estrellas por incontables noches, he llegado a la conclusión que son del color del arco iris.

De pronto el conejito tenía dos preguntas sin respuesta, de lo que estaba seguro era que los colores del arco iris y las estrellas eran demasiado bellos y tan variados como para enumerarlos todos.


El sol empezaba a salir, la princesa ya no se movía. Su tormento se había acabado, juntamente con su vida. El cuerpo de la princesa inerte se tendía sobre los brazos de Sarti.

Derramó una sola lagrima  despidiéndose de ella, Sarti la besó en la frente diciendo: Digo tu nombre y nace otra estrella. La voz apacible de su amigo era más fuerte e intensa que cualquier tormento.

La princesa en los brazos de su amigo de pronto exhaló y entonces con mucha dificultad levantó su mano y acarició la mejilla y los labios de su amado. Entonces con gran esfuerzo volvió a hablar: Si te tocó el rostro es sólo para saber si no estoy soñando.

El encanto se había roto. Sarti sin darse cuenta había dicho las palabra mágicas que rompía el hechizo, su nombre. La había llamado por su nombre sin nombrarla.

Por fin Uri, la estrella que tiene los colores del arco iris, podría dormir en paz. Sarti no volvería a apartarse de su amada. Ambos se encontraban así mismo al verse a los ojos.












miércoles, 6 de mayo de 2015

El peso de las cosas

Cierro los ojos.
El mundo se apaga afuera, adentro está encendido.
El techo es amplio y por el tiempo que dura la noche, todo cabe en él. 

Lo miro todo y todos los colores. Las imágenes se mueven y cobran vida. Estoy en Milán y si algo me falta esta noche es sueño, sin embargo con un poco de astucia logro burlar al insomnio, y sin darme cuenta cómo y cúando dejo de estar consciente. Estoy durmiendo.

La mañana de ese día caminé por la Plaza del Doumo, entusiasmado por dar mis últimos pasos en Italia. No corrí como loco de un lado para otro, como lo había hecho en días anteriores, buscando visitar todos lugares que las horas de ese día me permitieran conocer. Solo caminaba un par de cuadras y me sentaba en las bancas que encontraba. Disfrute de unos tres helados. Almorcé en la esquina derecha de la plaza, la que muestra la parte trasera de la Iglesia. Escuche las últimas canciones del grupo de tres violinistas y me deshice de los últimos tres euros en monedas que tenía. Luego el atardecer me sorprendió frente al Castello Francesco. Allí me quede esperando que el sol se escondiera, como si del otro lado del mundo ya lo esperaran. Apagando su lucecita desapareció.





Despierto con el pecho frío. Son las cuatro y media de la mañana y me tengo que bañar antes de partir. Baje el elevador una sonrisa, como la  del niño satisfecho después de la pizza. Me despedí de la recepcionista y salí caminando a la parada del metro. Vuelvo a la Plaza del Doumo, esta vez en busca de un taxi. 

En el aeropuerto no muy mucha gente y eso me sorprende. Me acerco a la fila, la cual tendrá unas diez personas haciendo cola. Sorpresivamente me doy cuenta de algo. Ninguna persona de la fila cuenta con equipaje. Nadie. Eso me incluye.

No recuerdo haber dejado el hotel sin maletas, me duele la cabeza y llevo mis manos a mi frente, entonces me doy cuenta que lo único que tengo en la mano es el pasaporte. Lo   que hace que esto todavía sea más extraño y reconfortante a la vez,  es que nadie, sin excepción alguna tiene equipaje.

Adelante de mí está una pareja de rusos. No están discutiendo pero seguramente no están contentos el uno con el otro. Pienso en preguntarles qué pasa y porqué nadie cuenta con maletas, pero yo no hablo ruso, tampoco intento hablar en inglés, su rostro ya parece muy hostil y ella empieza a alzar la voz.

El oficial llama uno a uno a los pasajeros.

—Il prossimo

Los pasajeros muestran sus pasaportes y tickets de embargue. El oficial examina detalladamente sus rostros comparándolos con la imagen en la foto. Es como si alguien lo intentara de engañar. No lo entiendo.

Una vez se ha terminado de verificar el pasaporte las personas dan dos pasos adelante y se colocan justo sobre el círculo amarillo del centro, donde casualmente esta el lumbar o la maquina esa que verifica que uno no lleve objetos de metal. Lo raro del caso es que nadie se quita su cinturón, reloj o llaves. Tampoco las cadenas y aretes. Eso pareciera no importarles en este aeropuerto. Yo estoy confundido porque no entiendo nada de lo que está pasando, tampoco ese ruido. La maquina solo emitía dos tipos de sonidos diferentes.

El primero era largo, el segundo era más corto e intermitente. La mayoría de las personas protestaban al pasar por la maquina, cuando está producía el segundo sonido. Miré a mi alrededor para ver si encontraba algún rostro amigable para preguntarle que era lo que pasaba. Pero atrás mía no había nadie y todos al rededor parecían demasiado ocupados. La gente pasaba muy rápido y cuando me di cuenta estaba ya en la línea y era el próximo a pasar. Adelante de mí estaban los rusos, ya habían dejado de protestar, sin embargo, y como la gran mayoría hicieron un gesto de malestar al escuchar el segundo sonido, el más corto e intermitente.

Justo antes de pasar al frente alguien me tomó de la mano. Era una niña con una pulsera dorada en la mano. Estaba sonriendo y parecía muy tranquila, como todos los niños de seis años que no tienen de que preocuparse.

—Ya casi es tu turno —me señaló el circulo amarillo del suelo.

Le pregunté que era ese sonido y porque ninguno de nosotros llevaba consigo sus maletas. Me dijo que no hacía falta, que el equipaje lo llevábamos dentro. Me explicó que el segundo sonido significaba exceso de peso, que si la maquina hacía ese ruido tenías que pagar una multa por llevar peso de más. Cuanto más peso tenías más alta era la sanción. Yo no entendía a que se refería, si todos viajábamos ligero, sin cosas.

Ella me volvió a corregir. Me dijo que exceso de equipaje lo llevábamos dentro. Ese exceso de peso eran aquellas palabras bonitas que nunca dijimos por miedo a arrepentirnos. Que los abrazos que nos ahorrábamos eran los que más pesaban. Que las sonrisas que no provocamos en otros ocupaban mucho espacio y que hay que compartirlas. El resto lo entendí solo. Todo aquello que por temor a fracasar o perder no compartimos con otros también pesaba, y mucho.

Me paré justo en medio del círculo, el corazón me empezó a latir más rápido. La maquina sonó.

Despierto con el pecho frío. Son las cuatro y media de la mañana y me tengo que bañar antes de partir. Baje el elevador agitado, como un niño exhausto después de una carrera. Me despedí de la recepcionista y salí caminando a la parada del metro. Vuelvo a la Plaza del Doumo, esta vez en busca de un taxi que me lleve al aeropuerto. Traigo conmigo el equipaje que necesito.





domingo, 25 de enero de 2015

Entre hojas, flores y pausas

La idea inicial de blog Festina Lente fue concebida como un espacio donde pudiera publicar un cuento semanal. En una entrada publicada el año pasado explico más a detalle el porqué de un cuento semanal.

En el camino me ganó la indisciplina y el ejercito de distracciones a mi alrededor me impidieron apartar un espacio para escribir y dejé el blog en pausa. A finales del año pasado me propuse ser intencional a la hora de escribir y publicar semanalmente un cuento. La verdad es que no estoy seguro de que se trate este blog. Algunas ocasiones publicaré cuentos o pequeñas historias y en otras ocasiones solo será algo que tenga en la cabeza. Después de todo el blog es experimental y en éste espacio espero encontrar mi voz para escribir. Ya lo decía  Horacio Quiroa mucho tiempo atrás, encontrar su propia voz al escribir es un camino largo. Cada publicación de un domingo por la noche busca ser un pequeño paso de esa maratón.








La semana pasada fue el cumpleaños de mi abuelita. Cumplió nada más y nada menos que ochenta y nueve años, y aún así conserva el vigor y las ganas de vivir. El día de su cumpleaños fue la presentación del proyecto final de la Universidad. Mis amigas y yo obtuvimos la nota más alta de la clase. Sin embargo estuve un tanto triste por no poder acompañarla en ese día tan especial.

Fue por eso que salimos a almorzar ayer. La llamé desde temprano y sin titubear aceptó mi invitación. Durante el almuerzo escuche como recordaba sus días de infancia al lado de sus tres hermanos. Todas las historias y recuerdos que narró ya eran conocidos para mi. Mi abuelita tiene ese costumbre de repetir las historias, de igual manera la escuché. Hablamos un poco de la universidad y de mi proyecto. Se alegró mucho al saber que mis amigas le mandaban saludos y deseaban verla pronto, otra vez. Quizás en vacaciones en la cabaña de papá. 

Inicialmente había pensado en comprarle algunas flores y llevarlas a a su casa al momento de recogerla, luego pensé que lo mejor sería que ella misma escogiera las que le gustaran más y eso hice. Después de todo yo también quería comprar algunas para adornar el jardín de la casa. Al terminar de almorzar la lleve al vivero. Nos tomaba mucho tiempo avanzar, ya los años pesan, pero las ganas de caminar le sobran. Se rehusa a usar una silla de ruedas, seguramente porque caminar la hace sentir viva, aunque le cueste.

Al momento de entrar al vivero vi como sus ojos negros brillaban intensamente. Hacía el esfuerzo por respirar profundo. Amaba las plantas, las flores y el silencio. Caminamos unos veinte metros haciendo pequeñas pausas cada dos o tres pasos. Insiste en usar la silla de ruedas. Ella insistió en rechazarla, el bastón y mi brazo eran suficientes para ella.

––Descansemos acá.

Hizo un esfuerzo y un pequeño gemido al momento de recostarse sobre una de las bancas de madera. Teníamos dos horas de sol antes de que este se empezara a esconder. El único susurro que se escuchaba era el del viento que acariciaba sutilmente las plantas y las flores como la espuma del mar a la orilla. Suspire profundamente. Respire verde, dulce y humedad.

––¿Qué paso?  ––contemplaba la belleza de las flores sin mirarme.
––¿A qué te refieres? ––pregunte un poco sorprendida––. No pasa nada.
––Se te nota en los ojos y  lo sabes. A mi no me vas a engañar

Durante un tiempo en el almuerzo me pregunté si acaso lo había notado. Estuve esperando que mencionara algo al respecto, pero no lo hizo. 

––Ya no se que pensar ––respondí con desgano.
––¿No sabes qué pensar o qué hacer? ––seguía sin verme a los ojos.
––¿Hay alguna diferencia?
––Eso depende de que sientas cuando estás con él. De lo que sientes cuando no estás cerca de él.

Mi corazón empezaba a agitarse. Mi abuela me conoce demasiado, era una perdida de tiempo  tratar de fingir algo que era tan evidente. Pensé durante unos instantes que responderle, hice un esfuerzo por construir una frase que denotara como me sentía al estar con él, aunque lo viera muy poco.
 ––Allí estoy, sentada en la esquina de su sonrisa más gentil ––hice una pausa sonriendo––. Divago entre tomarle la mano o solo recostar mi cabeza sobre su hombro.
 ––¿Y?  ––ahora me veía.
 ––Solo ––me encogí de hombros––. Nos vemos muy poco por su trabajo.
 ––La distancia es nada cuando los ojos se abrazan.
––Decís cada cosa. 
––¿Cómo te mira? Tú sabes  a que me refiero.
––Sus ojos me invitan a soñar cosas bonitas ––me sonrojé un poco–– ¿Cómo lo saco de mi cabeza si cierro los ojos si lo llevo dentro de los párpados?
––¿Para qué lo querrías fuera de tu cabeza? ––mi abuela sonreía.
––No sé, es un decir. 
––¿Te ha besado o porqué es que está tan presente en tí?

Ese día tenía que regresar después del almuerzo al trabajo. Pero eso poco me importo, la rutina del día y las ocupaciones diarias de la vida me dejan sin tiempo para ver a mi abuela más seguido. Ese día era la única oportunidad que tenía de verla y escucharla hablar era un lujo que no podía darme todos los días. Por lo tanto respire y respondí muy despacio mientras imaginaba y recordaba cada palabra que decía.

––No, pero mi alegría es oir el sonido de sus labios en mis mejillas ––presionaba suavemente los dientes a mi labio inferior a medida que terminaba de responderle––. Eso es suficiente.
––Veo que no hay mucho que decidir entonces, estás enamorada.
––No estoy segura de eso y menos si el lo está. Nunca ha dicho nada abiertamente ––ahora era yo la que miraba fijamente las flores–– de algo sí estoy convencida y es que su sonrisa tan genuina me toca el alma.

El atardecer empezaba a aparecer  y con el, mis ganas de verle otra vez.

––En vano trato de evadir su voz si lo escucho cuando lo leo.
––Bueno entonces es cuestión de tiempo. Estoy seguro el siente lo mismo.
––¿Cómo saberlo? ––pregunte consternada.
––¿Qué es lo que sabes? ––mi abuela tenía la costumbre de responder con una pregunta.
––Solo sé que cuando me abraza al despedirse, lo hace en silencio y sin pausas. Aunque sea por un instante.
––Eso es todo lo que tienes que saber por ahora querida ––sus pequeñas manos arrugadas acariciaban mi rostro.


Quería saber más, pero eso es todo lo que tengo por ahora. Las personas del vivero empezaban a abandonar el lugar y allí estaba sentada sintiendo como tocaba las nubes con los pies sobre la tierra.


––Hay mil ventanas para inventarse una vida juntos. Por ahora solo sonríe. Él está sentado en la otra esquina de tu sonrisa y viene hacia a tí.

Ya era tarde. El vivero estaba apunto de cerrar y yo ya llevaba a casa las flores que necesitaba.