jueves, 17 de octubre de 2013

Con Sabor a Sal




Hoy quiero contarte dos historias, acerca de tres niños. Nadie disfruta tanto a los niños como yo. Soy gran admirador de ellos, pues representan la esencia de la humanidad. Su calor y energía son mi motor, aunque eso signifique solo verlos la mitad del día. Siempre los llevo dentro. Me mantienen encendido.

Yo estaba ahí la tarde que lo abrazó. Con fuerza, en el pecho.
Jonathan es un niño de nueve años. Hijo de pescadores, ambos, padre y madre. Desde muy pequeño se sintió atraído por la naturaleza. Incluso jugaba con ella, puesto que no se le daba relacionarse con los niños de su edad.


Todas las tardes después de asistir a estudiar y ayudar a su madre a limpiar los camarones y pescados, salía a jugar, con nadie más que consigo mismo. Le gustaba hacer castillos de arena, con túneles y puentes. Pasaba horas mejorando sus diseños, jugando en el agua, o a veces hablaba con el mar. Éste nunca le respondía, pero Jonathan estaba feliz de tener a alguien que lo escuchara.

Esa día algo cambió. El niño estaba acostado en la arena, tenía mucho calor, estaba cansado de hacer castillos en la arena. Hablaba solo, al menos eso creía. Cuando escuchó un susurro. ––¿Jonathan, me escuchas?
La voz era muy suave y femenina. Jonathan se puso de pie y buscó en todas direcciones quién podría haberlo llamado. El área que buscaba para jugar en la playa era muy solitaria. No había nadie. De pronto lo volvió a escuchar, esta vez más claro. La voz provenía del mar. Poco a poco Jonathan caminó en dirección al mar, hasta que el agua salada le llegaba al ombligo. Miraba a todos lados, como buscando algo sin saber que buscar. Cerró los ojos decepcionado, cuando gritaron ––¡Aquí!.

La ola saltó en medio de sus compañeras que la miraban atónitas. Jonathan abrió los brazos y la ola lo abrazó, con fuerza, en el pecho. Me gustaría decirte que jugaron por horas, pero ya era tarde y el niño debía regresar a su casa. Estaba oscureciendo. Ya era hora, lo siento.


Al otro día quiso encontrarse con su nueva amiga, pero no la encontró. Gritó, pero ella no lo escuchó y si lo escuchó, no le contestó. Jonathan repitió por meses el mismo ritual. Hacía el castillo hasta cansarse, se acostaba en la arena y empezaba a hablar solo. Hasta que una tarde lo vi llorar. Como siempre yo estaba muy lejos, quiero decir a miles de años luz de distancia, pero mi energía lo calentaba. Estaba metido en el mar con el agua hasta el ombligo como de costumbre. Mis fuertes rayos de luz le ofendían la vista. Odiaba llorar y se secaba con las manos las pocas lagrimas que le salían por los ojos. 

Yo había visto la ola una vez, del otro lado del mundo, cuando Jonathan dormía y a mi me tocaba brillar en otro continente. Pero no se lo podía decir, no había forma de que me escuchara, estábamos muy lejos. Una lagrima se le escapo y cayó al mar. Lentamente el niño vio como la gota de su llanto se mezclaba con el mar y sintió que ambos eran uno. Su lagrima y el agua salada del mar.


Ese tarde tomó la decisión de dejarla de buscar y al día siguiente volvió a hacer castillos de arena, cuando de pronto encontró una tortuga bebé con el caparazón celeste, como el color de sus ojos, el color del mar.




photo credit: Pirata Larios via photopin cc

La tomó en sus manos y la llevó a su casa. Sacó su pincel de la escuela y abrió una vieja lata de pintura de aceite del papá. Dibujó una "J" en el caparazón de la tortugita. Luego regresó a la playa y justo  tres metros antes de la orilla soltó a  su nueva amiga, esperando que algún día se pueda encontrar con la ola, su vieja amiga, y esta la vea y pueda recordarse del niño que abrazó, el cual nunca la olvido.
 ¿Y yo? Bueno, yo solo sigo observando desde la distancia.


Pd. Supongo que la historia de las dos hermanas la contaré la otra semana.


Atentamente: Tu amigo, el sol.

1 comentario:

  1. Un post-cuento que me hizo soñar aún más.
    Recién acabo de hacer una nota sobre un hotel en la playa y este cuento me hizo aumentarme las ganas de acercarme a nuestro amigo el Sol y la amiga Playa.

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