miércoles, 6 de mayo de 2015

El peso de las cosas

Cierro los ojos.
El mundo se apaga afuera, adentro está encendido.
El techo es amplio y por el tiempo que dura la noche, todo cabe en él. 

Lo miro todo y todos los colores. Las imágenes se mueven y cobran vida. Estoy en Milán y si algo me falta esta noche es sueño, sin embargo con un poco de astucia logro burlar al insomnio, y sin darme cuenta cómo y cúando dejo de estar consciente. Estoy durmiendo.

La mañana de ese día caminé por la Plaza del Doumo, entusiasmado por dar mis últimos pasos en Italia. No corrí como loco de un lado para otro, como lo había hecho en días anteriores, buscando visitar todos lugares que las horas de ese día me permitieran conocer. Solo caminaba un par de cuadras y me sentaba en las bancas que encontraba. Disfrute de unos tres helados. Almorcé en la esquina derecha de la plaza, la que muestra la parte trasera de la Iglesia. Escuche las últimas canciones del grupo de tres violinistas y me deshice de los últimos tres euros en monedas que tenía. Luego el atardecer me sorprendió frente al Castello Francesco. Allí me quede esperando que el sol se escondiera, como si del otro lado del mundo ya lo esperaran. Apagando su lucecita desapareció.





Despierto con el pecho frío. Son las cuatro y media de la mañana y me tengo que bañar antes de partir. Baje el elevador una sonrisa, como la  del niño satisfecho después de la pizza. Me despedí de la recepcionista y salí caminando a la parada del metro. Vuelvo a la Plaza del Doumo, esta vez en busca de un taxi. 

En el aeropuerto no muy mucha gente y eso me sorprende. Me acerco a la fila, la cual tendrá unas diez personas haciendo cola. Sorpresivamente me doy cuenta de algo. Ninguna persona de la fila cuenta con equipaje. Nadie. Eso me incluye.

No recuerdo haber dejado el hotel sin maletas, me duele la cabeza y llevo mis manos a mi frente, entonces me doy cuenta que lo único que tengo en la mano es el pasaporte. Lo   que hace que esto todavía sea más extraño y reconfortante a la vez,  es que nadie, sin excepción alguna tiene equipaje.

Adelante de mí está una pareja de rusos. No están discutiendo pero seguramente no están contentos el uno con el otro. Pienso en preguntarles qué pasa y porqué nadie cuenta con maletas, pero yo no hablo ruso, tampoco intento hablar en inglés, su rostro ya parece muy hostil y ella empieza a alzar la voz.

El oficial llama uno a uno a los pasajeros.

—Il prossimo

Los pasajeros muestran sus pasaportes y tickets de embargue. El oficial examina detalladamente sus rostros comparándolos con la imagen en la foto. Es como si alguien lo intentara de engañar. No lo entiendo.

Una vez se ha terminado de verificar el pasaporte las personas dan dos pasos adelante y se colocan justo sobre el círculo amarillo del centro, donde casualmente esta el lumbar o la maquina esa que verifica que uno no lleve objetos de metal. Lo raro del caso es que nadie se quita su cinturón, reloj o llaves. Tampoco las cadenas y aretes. Eso pareciera no importarles en este aeropuerto. Yo estoy confundido porque no entiendo nada de lo que está pasando, tampoco ese ruido. La maquina solo emitía dos tipos de sonidos diferentes.

El primero era largo, el segundo era más corto e intermitente. La mayoría de las personas protestaban al pasar por la maquina, cuando está producía el segundo sonido. Miré a mi alrededor para ver si encontraba algún rostro amigable para preguntarle que era lo que pasaba. Pero atrás mía no había nadie y todos al rededor parecían demasiado ocupados. La gente pasaba muy rápido y cuando me di cuenta estaba ya en la línea y era el próximo a pasar. Adelante de mí estaban los rusos, ya habían dejado de protestar, sin embargo, y como la gran mayoría hicieron un gesto de malestar al escuchar el segundo sonido, el más corto e intermitente.

Justo antes de pasar al frente alguien me tomó de la mano. Era una niña con una pulsera dorada en la mano. Estaba sonriendo y parecía muy tranquila, como todos los niños de seis años que no tienen de que preocuparse.

—Ya casi es tu turno —me señaló el circulo amarillo del suelo.

Le pregunté que era ese sonido y porque ninguno de nosotros llevaba consigo sus maletas. Me dijo que no hacía falta, que el equipaje lo llevábamos dentro. Me explicó que el segundo sonido significaba exceso de peso, que si la maquina hacía ese ruido tenías que pagar una multa por llevar peso de más. Cuanto más peso tenías más alta era la sanción. Yo no entendía a que se refería, si todos viajábamos ligero, sin cosas.

Ella me volvió a corregir. Me dijo que exceso de equipaje lo llevábamos dentro. Ese exceso de peso eran aquellas palabras bonitas que nunca dijimos por miedo a arrepentirnos. Que los abrazos que nos ahorrábamos eran los que más pesaban. Que las sonrisas que no provocamos en otros ocupaban mucho espacio y que hay que compartirlas. El resto lo entendí solo. Todo aquello que por temor a fracasar o perder no compartimos con otros también pesaba, y mucho.

Me paré justo en medio del círculo, el corazón me empezó a latir más rápido. La maquina sonó.

Despierto con el pecho frío. Son las cuatro y media de la mañana y me tengo que bañar antes de partir. Baje el elevador agitado, como un niño exhausto después de una carrera. Me despedí de la recepcionista y salí caminando a la parada del metro. Vuelvo a la Plaza del Doumo, esta vez en busca de un taxi que me lleve al aeropuerto. Traigo conmigo el equipaje que necesito.





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